Sociedad — 1 de abril de 2022 at 00:00

Tierra arrasada

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Tierra arrasada

La política de tierra arrasada ha sido utilizada en innumerables ocasiones a lo largo de la historia como medida defensiva ante un ejército invasor o, en su defecto, también por una fuerza invasora como castigo al bando derrotado. La idea presupone quemar o destruir todos los recursos que pudiera utilizar el enemigo para alimentarse y guarecerse, además de envenenar los pozos de agua e impedirle sobrevivir. Todas estas acciones de carácter barbárico se han dado en tiempos de guerra, y algún terrible conquistador se jactaba de que la hierba no volvía a crecer por donde él pasaba.

El siglo XX padeció dos guerras mundiales, pero con la diferencia, en relación con los siglos anteriores, de tratarse de guerras a nivel industrial con una terrible devastación como resultado del poderío de las armas utilizadas y los bombardeos aéreos, que alcanzaron su cenit no solo con la destrucción de ciudades enteras por toneladas de bombas incendiaras, sino con el lanzamiento de dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.

En la actualidad —con la amenaza latente del peligro nuclear—, la tecnología reina sobre todos los demás elementos, y los bombardeos son casi siempre por misiles lanzados desde una considerable distancia o drones teledirigidos que cumplen la misma función, pero acercándose al blanco u objetivo. Eso sin tener en cuenta los bombardeos aéreos o desde buques de guerra hacia objetivos en tierra firme. Se busca la precisión, pero eso no quita la devastación que producen.

Sin embargo, y aunque suene paradójico, lo que nos interesa en este caso son las condiciones en que se encuentra la tierra luego de muchos años de paz y prosperidad en el mundo actual. No se trata de la tierra arrasada de los viejos conquistadores, que con el tiempo se recuperó de tamaños desatinos, sino las condiciones de deterioro, polución y toxicidad como resultado de una actitud francamente depredadora y cuya recuperación no se vislumbra tan sencilla como la que siguió a los terribles señores de la guerra de antaño o los misiles de hoy en día.

Sociedad en decadencia

El filósofo alemán Peter Sloterdijk afirma que «la decadencia europea es aún lo más atractivo que hay en el mundo como forma de vida, seguida por lo que queda del sueño americano». También, que «vivimos en una especie de burbujas de alto rendimiento y una vez que sales de ellas ves que es una ilusión de una minoría feliz». No puedo sino coincidir con esa afirmación porque, si recordamos las distintas decadencias a través de la historia, todo indica que se vivía muy bien en ellas y eso las hacía muy atractivas para migrantes de todo tipo que querían participar de esa posibilidad de vivir bien o, dicho de otra manera, tener la posibilidad de disfrutar de la vida como aquellos que viven en la burbuja feliz. Sin contar, por supuesto, con aquellos que ven con malos ojos tanta prosperidad y harán lo que puedan por destruirla, por razones que pueden ser políticas, tal vez religiosas o quizás sociales. Pero igualmente podría ser por simple resentimiento. Podríamos añadir que una decadencia dura lo que tenga que durar según sea el caso, por lo que pueden ser cien o cientos de años, pero ha de terminar con la destrucción por agotamiento de una forma de vida que ha dado todo de sí.

Ahora bien, el mantener esas burbujas de bonanza y alto rendimiento implica una cadena de suministros que han de ser transportados de un lugar a otro del planeta, una interconectividad de la que depende nuestra forma de vida. Sin olvidar, por supuesto, el problema de la energía, necesaria para mantener no solo los sistemas funcionando, sino el tipo de vida de alto consumo al que nuestra sociedad está acostumbrada.

Primero fue el carbón

El gran cambio, en relación con la forma de vida tradicional, vino con la máquina de vapor y la Revolución Industrial, desde fines del siglo XVIII, que va a coincidir con el cambio del sistema económico mercantilista —de marcado proteccionismo cuidando los intereses de cada nación y buscando una economía autosuficiente— al sistema económico capitalista, que promueve una apertura de mercados y libre circulación de bienes.

Para que esa máquina de vapor funcione, hay que calentar el agua que lo produce, y el mejor combustible va a ser el carbón. Prácticamente durante todo un siglo, la fuente de energía fundamental fue el carbón, lo que a su vez desarrolla una industria minera de grandes dimensiones, primero en Gran Bretaña y luego en muchos países que tenían la fortuna de poseer yacimientos carboníferos. El carbón es entonces «la» fuente de energía durante todo el siglo XIX y principios del XX. Es muy contaminante, pero en aquella época este era un tema que carecía de importancia o que simplemente se desconocía. Los mineros del carbón morían con afecciones pulmonares como la antracosis o neumoconiosis o enfermedad de pulmón negro como resultado de la exposición prolongada al polvo de la mina. Una historia real relacionada precisamente con el carbón fue la de la famosa niebla londinense, que durante décadas y todos los inviernos cubría completamente la ciudad. Esa niebla era el humo de los miles y miles de chimeneas de carbón que tenían en las casas de toda la ciudad para combatir el frío. A fines de la década de los cincuenta y a raíz de la motorización del país y la cantidad de accidentes de tráfico, se prohibió el uso de carbón para calefacción de las casas y la niebla desapareció.

Luego llegó el petróleo

El descubrimiento de yacimientos de petróleo en Estados Unidos y las múltiples formas de aprovecharlo cambió el paradigma del siglo XX. Los derivados del petróleo como gasolina, kerosene, bencina, etc., modificaron radicalmente la forma de vida, primero en EE.UU: y luego en el resto del mundo. Un elemento novedoso fue la invención del plástico a partir del petróleo, que literalmente ha de «invadir» la vida cotidiana en todas las formas imaginables. Como el plástico no existe en la naturaleza, no es reciclable ni se degrada como un producto natural. En pequeñas cantidades su impacto es mínimo, pero el volumen de su producción a nivel industrial ha alcanzado cotas difíciles de manejar. Sobre todo, por la cultura del desperdicio y pobre reutilización de materiales, lo que genera montañas de plástico de todas las formas imaginables, contaminando los océanos o acumulándolos en lugares remotos, como algunos lugares de África, donde aparentemente no se ven desde la burbuja, pero están y siguen contaminando.

Del petróleo surgen las carreteras y los vehículos que se desplazan por ellas. Es de esta forma como Estados Unidos reemplaza a Gran Bretaña como la potencia dominante en lo económico. Gran Bretaña llevó el ferrocarril a todo el mundo, incluyendo Estados Unidos, pero este devolvió el golpe con el motor de gasolina para coches, camiones, autobuses, etc., y la construcción de carreteras, hoy en día autopistas, para que estos puedan circular.

Algo interesante de recordar es que, cuando Henry Ford se iniciaba en la construcción de coches, otros inventores crearon el coche eléctrico, pero las patentes de esos coches fueron adquiridas por las compañías petroleras, que se encargaron de archivarlas donde nadie las viera y listo… hasta ahora en que, por necesidad, han reaparecido y se han convertido en tecnología «nueva» y punta.

La huella de carbono

La idea de la huella de carbono (el volumen total de gases de efecto invernadero que provocan las actividades cotidianas de una persona) más parece ser un invento de las compañías petrolíferas para culpar a los ciudadanos por usar lo que producen ellos.

Los grandes contaminadores son un 1% de la población con aviones privados y yates. Luego está el 10% que vive en Occidente con relativa comodidad (la burbuja), y luego el 70% u 80%, que consume mínimamente. A estos últimos se les considera «atrasados» porque se supone que no han llegado aún al nivel de vida que consideramos «normal» y… muy contaminante. Véase el caso de China, por ejemplo, que ha pasado en pocas décadas de una economía rural a una economía muy avanzada tecnológicamente y, en consecuencia, contamina con gran alegría porque se supone que eso es progreso; y una gran parte de la población, a su vez, ha pasado de ser rural a vivir en ciudades que crecen desmesuradamente con alto consumo de recursos, como la arena para preparar el hormigón que permite construir rascacielos. Eso sin contar con los desperdicios que producen esas grandes aglomeraciones llamadas ciudades modernas.

Los límites del crecimiento

Hace cincuenta años (1972) el primer informe del Club de Roma, encargado al Instituto Tecnológico de Massachusetts, se titulaba «Los límites del crecimiento». El estudio tuvo mucho impacto teórico, pero ninguno en la práctica. En él se afirmaba que, si las cosas continuaban igual (variables como la población, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos, la explotación de los recursos naturales, etc.), el planeta alcanzaría los límites absolutos de su crecimiento en un siglo.

En 1992, el club actualizó aquel informe con el título «Más allá de los límites del crecimiento», en el que se entendía que la humanidad ya había superado la capacidad de carga del planeta.

En 2004, se publicó una versión actualizada de los dos informes anteriores, titulada «Los límites del crecimiento treinta años después», en la que se afirmaba que no puede haber un crecimiento poblacional, económico e industrial ilimitado en un planeta de recursos limitados. Esto cuando aún no se hablaba de cambio climático.

A pesar de todo esto, se sigue midiendo la salud económica de los Estados por su crecimiento, ya que el mito del «progreso interminable» de que hablaba el profesor Jorge Ángel Livraga hace varias décadas, goza de perfecta salud. Esa idea de una evolución lineal siempre ascendente y mejor que todo lo anterior, carece por completo de lógica —nada crece interminablemente en la naturaleza— y solo se sostiene porque devino en credo ideológico de las élites gobernantes tanto en la burbuja «desarrollada» como fuera de ella.

¿Qué hacer ante todo esto?

Lo primero, entender o tratar de entender la época en que uno vive. El filósofo Zygmunt Bauman acuñó la frase «sociedad líquida» para describir un mundo en el que todo parece disolverse. La, así llamada, sociedad del conocimiento, dadas las facilidades que permite la tecnología, se ha convertido en la sociedad del desconocimiento. El filósofo Daniel Innerarity afirma que «en la era de la racionalidad triunfante, de la ciencia institucionalizada, de los avances tecnológicos y los sistemas inteligentes, aparece una constelación extraña: al mismo tiempo que la ciencia goza de un enorme reconocimiento, muchas personas recelan de ella, desde la mera desconfianza hasta el negacionismo extremo». Hoy en día hay gente desconfiada, temerosa, negacionista, paranoica y aun terraplanista. Lo dicho, la sociedad del desconocimiento avanza a pasos agigantados.

Hace unos cien años, G. K. Chesterton, dijo: «Nuestra época ha logrado a la vez el deterioro del ser humano y la más increíble perfección de las armas». Si consideramos que murió en 1936, fue de alguna manera afortunado, ya que se perdió todo lo que vino después, en ambos sentidos.

Vivimos lo que algunas culturas de la Antigüedad llamaban «la rebelión de los artefactos», cuando nuestras creaciones pasan de ser útiles porque nos ayudan y sirven, a ser los amos de nuestro tiempo y de nuestra vida. Es el caso de los teléfonos móviles, por ejemplo, sin los cuales muchas personas no podrían vivir, según dicen ellos o ellas. Pero ¿qué sucede con los millones de teléfonos móviles que descartamos, ya que se supone que hay que llevar el último modelo con las últimas aplicaciones?, ¿a dónde van a parar?, ¿qué se hace con sus componentes contaminantes?. En el fondo no nos interesa, porque nuestra sociedad vive en una permanente fuga hacia adelante sin importar lo que quede atrás.

El ser humano

Una sociedad la hacen las personas, no surge de la nada, y la destruyen las personas con sus egoísmos y cortedad de miras. En aquellos que construyen las sociedades destaca el optimismo y la capacidad para enfrentar las dificultades, porque sus vidas tienen sentido y dejan huella para el futuro. La gran mayoría de los que viven en las decadencias, además de disfrutar de sus ventajas, muestran, además de un gran egoísmo, una notable indiferencia ante el posible resultado de sus acciones: les importa vivir bien, no las consecuencias de ello.

La clave entonces está en el ser humano y sus valores; mientras más espirituales sean estos y más elevadas sus aspiraciones, llegaremos al concepto de lo verdaderamente importante y trascendente y no a la glorificación de lo efímero e intrascendente.

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