A la actual generación le ha tocado tener que vivir desde 2007 una transformación tras otra. Primero, la gran recesión de 2008 con una gran crisis inmobiliaria y financiera; luego, el gran confinamiento de 2020, cuando el mundo literalmente se detuvo y, desde febrero de 2022, la guerra de Ucrania después de la invasión rusa.
Resulta indudable y además innegable que la aceleración de los tiempos —que algunos ven como positiva, tal vez deslumbrados por el auge de la tecnología— va rompiendo todos los vínculos que mantienen unida a nuestra civilización y su forma de vida. Esto ha terminado con muchas de nuestras certezas, un sinnúmero de cosas que antes dábamos por sentadas y que, o bien ya no existen o han dejado de tener vigencia.
La gran recesión
Primero fue el colapso de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, en la que se otorgaron hipotecas a diestra y siniestra, sin verdadera garantía de pago, a las que luego unían en un paquete o conjunto de créditos al que se le daba un nombre y este, a su vez, se lo vendían a otro banco; este segundo banco, por su parte, juntaba ese paquete o conjunto de créditos hipotecarios con otros paquetes parecidos formando paquetes mayores con otro nombre y los vendía a otro banco mayor y así muchas veces. El problema explotó cuando las primeras hipotecas se demostraron incobrables, lo que convertía en tóxico al paquete que las contenía… que a su vez era parte de un paquete mayor, también tóxico, que estaba en manos de un banco que los había comprado, no necesariamente en Estados Unidos sino en cualquier lugar del orbe, con lo que la crisis se globalizó.
Esto sucedió porque, en aras de una mal entendida productividad, los agentes que vendían las hipotecas cobraban comisiones adelantadas por hipoteca vendida. El jefe de estos vendedores podía demostrar de esta manera, una gran productividad basada en el número de hipotecas vendidas y cobrar, desde luego, su comisión. El banco, a su vez, para rentabilizar la operación y recuperar las comisiones pagadas, unía las hipotecas en un paquete muy bonito y con un nombre atractivo, resaltando su alta rentabilidad, y lo vendía a otro banco que repetía el proceso en un alegre baile de créditos.
Las repercusiones de la crisis afectaron primero al sistema financiero estadounidense y luego al internacional. Una crisis bursátil primero y luego una crisis económica a escala internacional que dio lugar a la recesión. Algunos bancos de prestigio desaparecieron, como Bear Sterns, de Nueva York, que fue absorbido, en una maniobra de la Reserva Federal, por el JP Morgan Chase. El banco Merrill Lynch fue adquirido por el Bank of America por la mitad de su valor. Pero la caída más sonora fue la de Lehman Brothers, que quebró y desapareció del mapa.
De alguna manera se logró impedir que la recesión llegara a ser una depresión como la de los años treinta del siglo pasado, inyectando enormes cantidades de dinero a través de los bancos centrales para mantener el sistema. Sin duda, ayudó en algo la experiencia de aquella depresión para no cometer los mismos errores, pero el sistema sigue siendo el mismo y el daño estaba hecho. Muchas empresas quebraron; muchísimas personas perdieron su trabajo; los años de bonanza habían terminado.
Algo de menor calado pero que llamó mi atención en esta coyuntura fue notar que en las llamadas escuelas de negocios, con sus prestigiosos cursos de másteres de negocios —maestría en español—, tan caros y tan buscados, al ser tan evidentes los malos manejos y la falta de escrúpulos que dio lugar a todo el problema, «redescubrieron» un tema que al parecer tenían olvidado y reapareció como gran novedad en sus programas de estudios, la ética profesional.
De la gran recesión, la mayoría de la población salió más pobre, más desigual, más precaria y menos protegida, se diga lo que se diga. Se entró en una economía del miedo y la ciudadanía se tornó más escéptica en cuanto a los planes que les venden los políticos, al punto que muchos se han tornado en lo que algunos comentaristas han dado en llamar «demócratas instrumentales», es decir, que apoyan la democracia siempre que esta resuelva sus problemas. Lo ideológico no mueve ni existe, el único objetivo es el propio bienestar.
El gran confinamiento de 2020
Cuando apareció el coronavirus o Covid 19, a fines de 2019 en la provincia de Wuhan en China, la mayoría de la población occidental no le hizo caso en absoluto; total, era algo que pasaba en China, que quedaba muy lejos; sin duda olvidando que el mundo está muy comunicado y que hay gente viajando de un lado al otro del mundo todo el tiempo. Como curiosidad, recuerdo dos formas de reacción, poco inteligentes por decirlo de alguna manera, que pudieron notarse en algunos lugares. La primera fue dejar de comer en restaurantes chinos, no fuera que el virus viniera en el plato, cuando el peligro era alguien recién llegado de China, fuera chino o no; y la otra, creo que, en América, fue dejar de beber una cerveza de nombre Corona, por lo del coronavirus. Desconozco si tuvieron que cambiar de marca o desaparecieron del todo, pero no lo creo. Ante este tipo de reacciones, parecen tener razón aquellos que dicen que la razón ha muerto.
Cuando el virus salió de Asia y se expandió al resto del mundo las autoridades optaron por una medida preventiva radical, confinar a la población en sus domicilios hasta nuevo aviso, con pocas salidas autorizadas para abastecerse y, por supuesto, la obligatoriedad de llevar mascarilla. El confinamiento duró unos cuatro meses y constituyó una experiencia inédita por lo dura, sobre todo en lo psicológico y mental, para una sociedad acostumbrada a moverse con absoluta libertad. El gusto de vivir en pequeños apartamentos o pisos en el centro de las ciudades, prácticamente con todo a mano, se convirtió en disgusto al no poder salir a la calle y tener que moverse tan solo dentro del espacio de su vivienda, que se tornó claustrofóbico.
Todo esto ocurría mientras se investigaba y preparaban con inaudita rapidez vacunas para proteger a la población. El escritor científico Javier Sampedro definió el proceso y la carrera para crear vacunas eficaces como «arreglar en pleno vuelo un avión del que todavía se están dibujando los planos». Sin embargo, las vacunas aparecieron (para alegría y bonanza de algunos laboratorios) y una mayoría de la población occidental está vacunada y las variantes del virus más o menos contenidas. Por supuesto que hay personas negacionistas – interesante neologismo – que se niegan a vacunarse y tienen muy difícil viajar, me imagino, ya que muchos países han requerido hasta hace poco prueba de vacunación para poder entrar por sus fronteras. Además de las conocidas vacunas de Pfizer, Moderna, Janssen y otras marcas occidentales, también llegaron a muchos países la china Sinopharm y la rusa Sputnik.
Como pudimos ver que aparecieron y sabemos que pueden aparecer variantes o cepas del mismo virus, algunas muy contagiosas, la carrera de las vacunas no ha terminado ni mucho menos. Ya tuvimos varias olas, según la aparición de variantes, pero sin volver al confinamiento. Sin embargo, leo que en la ciudad de Shanghái, en la costa central de China, la población se encuentra bajo estricto confinamiento domiciliario, nadie podrá salir de casa hasta que el último habitante (25 millones) se haya sometido a la prueba covid. Los hijos hacen la cuarentena separados de los padres y las mascotas de los positivos son sacrificadas. Se llama política de covid cero y es una respuesta a los sesenta mil casos activos registrados. Afortunadamente aquí no se llegó a tanto.
La guerra en Ucrania
El 24 de febrero de 2022, las fuerzas armadas rusas invaden Ucrania por distintos frentes en lo que pretendía ser una operación rápida y que rápidamente se enquistó al encontrar resistencia inesperada y ya dura seis meses cuando escribo esto. No pretendo entrar en detalles, a pesar de que cada día se sabe un poco más acerca de este conflicto armado en suelo europeo, el más grande desde la guerra de los Balcanes. Como siempre en estos casos, el conflicto ha dado lugar a una enorme cantidad de refugiados huyendo hacia países limítrofes y luego, muchos de ellos, a terceros países.
Pero el impacto, tal vez global, de la guerra tiene dos aspectos fundamentales. El primero se refiere a la energía, ya que Rusia es un gran exportador de petróleo y gas, sobre todo a países de la Unión Europea. El segundo tiene que ver con los alimentos, sobre todo cereales, ya que Ucrania es uno de los mayores países agrícolas de Europa y uno de los más importantes del mundo.
Este impacto ha ayudado a generar un proceso inflacionario, sobre todo en los países de la Unión Europea, ya que la escasez de recursos automáticamente sube los precios de estos. No necesito abundar en el tema ya que lo podemos leer en la prensa diaria.
Gobiernos de comerciantes
La mayoría de los Gobiernos actuales vive entre políticas fiscales, programas monetarios, inauguración de obras cerca de las elecciones y colocando a su gente en puestos claves para sacar el máximo partido y repetir de ser posible. ¿Cuál sería la reacción de este tipo de personas ante la amenaza de una invasión? Obviamente, amenazar con medidas administrativo-contables, que es lo que saben hacer. Es decir, algo así como «si te atreves a invadir, no te vuelvo a prestar dinero y te quito la tarjeta de crédito para que sufras». Lo que, dicho de otra manera, es que «te hago a ti lo que me dolería a mí». Pero puede ser que al otro eso no le duela tanto o le duela tan poco que no le interese. Habría que ver sus prioridades, que casi seguro no son administrativo-contables.
Consecuencias
Europa trata de ahorrar energía, porque si Rusia cierra el grifo del gas, Europa se dirige —y marchamos nosotros con ella— hacia un invierno del descontento. A esto se suman los cambios climáticos, con olas de calor casi inauditas, una sequía de las grandes de verdad, mientras que en otras latitudes las lluvias e inundaciones arrasan con lo que encuentran. Es decir, que la cosa no pinta bien en el corto plazo; la guerra sigue ahí; el virus sigue ahí; la inflación ya está aquí y tenemos que vivir con todo ello. La precariedad florece donde muere la industria y tiene como consecuencia que donde los padres fabricaban, los hijos se dedican a repartir.
Para terminar, quisiera recordar que hace cincuenta años, en 1972, se estrenó una película llamada Soylent Green, una distopía malthusiana que tiene lugar en el entonces lejano 2022, donde Charlton Heston interpreta a un policía que debe investigar la extraña procedencia del único alimento al alcance de unas masas al borde de la revuelta. La frase promocional de la película decía: «Año 2022, nada marcha bien, nada funciona, pero la gente sigue siendo la misma y hará lo que sea para conseguir lo que necesite». La película recibió en castellano el título de Cuando el destino nos alcance.
Algunos quizá teman posibles revueltas si las cosas no se arreglan. No lo sé, eso sería especular. Los filósofos no hacen predicciones, tratan de entender no solo los acontecimientos, sino sus causas, para poder responder con sobriedad e inteligencia. Algunas personas son felices con poco, mientras que para otras nada es suficiente y siempre quieren más. Misterios de la naturaleza humana. Porque después de todo, y siguiendo la máxima estoica, qué le puede suceder al ser humano que no sea propio del ser humano.