Cuando se cumplen 200 años del nacimiento de Robert Schumann, es bueno recordar a este músico, poco conocido por el gran público y, sin embargo, el más representativo, junto a su esposa Clara Wieck, del período Romántico de la Historia de la Música. La categoría humana de sus protagonistas, los problemas y las dificultades tremendas, casi insalvables en aquella época, que tuvieron que vencer para lograr su unión, nos llevan a considerar su historia como uno de los más bellos ejemplos de amor, de dedicación y entrega mutua y, sobre todo, de pasión por la música por encima de cualquier otro interés de este mundo.
Clara había nacido en Leipzig el 13 de septiembre de 1819 y Robert el 8 de junio de 1810 en Zwickau. Ambos pertenecen de lleno al llamado Romanticismo Alemán, esa especie de esplendor literario y musical que tan bellos ejemplos aportó a nuestra cultura europea del s. XIX. Ella era Virgo, ordenada y metódica, y él Géminis, intelectual y de temperamento sensible e inestable. Dos signos dominados por el planeta más próximo al Sol, Mercurio, símbolo de la juventud y de la armonía de los contrarios, que otorga a ambos una gran agilidad mental y aptitudes artísticas extraordinarias.
En el momento de ponerse en relaciones con Robert, Clara tenía solo dieciséis años y era ya una pianista famosa en toda Europa. Él, nueve años mayor, se sentía frustrado como pianista por el desgraciado accidente de su dedo y trataba de abrirse camino en la composición y en la crítica musical, trabajando febrilmente por hacerse un hueco que le permitiese dedicarse por entero a su verdadera y única vocación: la Música y sólo la Música. Había llegado a Leipzig para matricularse en la Universidad y estudiar Jurisprudencia por consejo de su madre, pero su vida fue cambiando al instalarse como estudiante de piano en casa de los Wieck y empezar a tomar clases del viejo y exigente padre de Clara. Friedrich Wieck era el mejor profesor de la ciudad y su casa era a la vez tienda en la planta baja, donde alquilaba y vendía pianos, domicilio particular y pensión para sus alumnos.
Nuestros protagonistas se habían visto por vez primera en una de las famosas veladas que organizaban en su casa de Leipzig el matrimonio Carus, amigos de Robert. El doctor Carl Gustav Carus era profesor de la Universidad y médico de la corte, y su esposa, Agnes, una bella cantante que compartía con su marido su amor por el arte y la literatura y sobre todo su pasión por la Música. Robert los había conocido en Zwickau, donde el matrimonio poseía una casa en las afueras de la ciudad, y había actuado allí algunas veces como pianista siendo muy joven, acompañando a Agnes al piano. A estas reuniones, tan típicas de la época, solía asistir lo más selecto de los artistas e intelectuales de la ciudad, a la que Goethe había llamado el “Pequeño París”, y en aquel salón brillante y cálido se vieron por vez primera el joven estudiante de dieciocho años cargados de sueños y la precoz pianista, que aún no había cumplido los nueve. Ella ya era conocida en el panorama musical alemán desde que a los seis años se presentó por primera vez en público, acompañada siempre por su padre, al que gustaba lucir el talento de su hija y pretendía lograr los mismos éxitos que alcanzara años atrás Leopoldo Mozart con su pequeño Wolfgang. La época apreciaba a los niños prodigio y tanto Mendelssohnn como Chopin o Liszt, contemporáneos suyos, se habían presentado en público a los nueve años, por lo que Clara los superaba a todos y era el gran orgullo de su padre.
Aquella memorable velada cambió para siempre la vida de Schumann. Escuchaba extasiado los lieder de su admirado Franz Schubert en la hermosa voz de Agnes y tomó buena nota de la impecable interpretación pianística de Clara en un trío de Haydn, admirando la belleza y claridad de su ejecución. Empezaba a debatirse interiormente entre la vocación literaria y poética que venía sintiendo desde niño o dedicarse por entero a la música que le llenaba cada vez más y compendiaba todos sus anhelos… quizá debería abandonar la carrera de Derecho. Su madre, a la que siempre había confiado sus inquietudes, seguro que sabría comprenderlo, y aquella misma noche decidió seguir el dictado de su corazón y pedirle tímidamente a Wieck que lo tomara como alumno para perfeccionar su piano.
El padre de Clara había logrado muy buena reputación como maestro de grandes pianistas; era buen intérprete y un excelente pedagogo, cuyo principal objetivo era hacer de su hija una estrella que le sacara de apuros y le situara en una situación social privilegiada. Instalado ahora Schumann en su casa, tuvo éste que someterse a los ejercicios y las disciplinas que inventaba el enérgico profesor para fortalecer sus muñecas y conseguir una buena técnica pianística. Estos ejercicios y su afán de perfeccionar la independencia de sus dedos, fue lo que llevó al bueno de Robert a dañarse irreversiblemente su mano derecha, con lo que su carrera pianística quedaría truncada para siempre.
Wieck se interesó por Schumann desde el principio, reconociendo su enorme talento para la música y entre ambos surgió un gran afecto, haciendo que la vocación musical de Robert terminara por imponerse. “Definitivamente, he elegido la jurisprudencia solamente como medio de sustento y voy a trabajar en ello aunque los inicios sean áridos y glaciales” había escrito a su tutor poco antes. Pero cuando sus estudios y las cartas tranquilizadoras al tutor, sus artículos para la Nueva Revista Musical que dirigía o la correspondencia exaltada a sus amigos de la “Cofradía de David” en su impulso siempre combativo contra los “filisteos”, los músicos apegados a formas ya envejecidas o vulgarizadas; cuando las siempre afectuosas cartas a su madre y los ejercicios pianísticos le permitían alguna libertad, lo que más le gustaba era acompañar a Wieck y a la pequeña Clara en sus largos paseos, dialogando y disfrutando de la Naturaleza. Reunirse luego con ella y sus dos hermanos mayores Alwin y Gustav al atardecer para narrarles cuentos e historias maravillosas era otra de las actividades favoritas de Schumann. Siempre, como buen Géminis, Robert fue una persona muy familiar y gran amante de los niños y así lo demostró más adelante con sus numerosos hijos. Realmente sabía hacerse querer. Pero empecemos por el principio.
Infancia
La madre de Clara, Marianne Trommlitz, una pianista rebelde y caprichosa, no estaba dispuesta a ser la eterna y servil alumna de Wieck, y había abandonado a su marido y a sus tres hijos mayores huyendo de casa en 1823 con las dos más pequeñas. Friedrich se vio obligado entonces a desempeñar con ellos los papeles de padre, madre y maestro. Las tareas domésticas quedaron a cargo de una diligente y callada ama de llaves que, aunque muy bondadosa con la pequeña Clara -a la que siempre protegió y años más tarde ayudó en sus escaramuzas para comunicarse con Robert cuando su padre les prohibió sus relaciones- apenas emitía una palabra, por lo que la niña tardó en aprender a hablar y, a pesar de estar tan bien dotada para expresarse musicalmente, el lenguaje hablado no era su fuerte.
Schumann, por el contrario, tuvo una infancia feliz, rodeado del cariño de sus padres y de sus cuatro hermanos mayores, en un ambiente culto y desahogado económicamente. Él nunca fue un niño prodigio, pero sí amaba profundamente la música y sobre todo la poesía. Le gustaba leer cuanto caía en sus manos y no tenía problemas para ello, ya que su padre poseía una librería y era también autor y editor. Este le inculcó la admiración por las conquistas ideológicas del “Sturm und Drang”, el movimiento prerromántico capitaneado por Goethe, que llevó a Alemania un renacimiento literario con figuras como Schiller, Novalis, Chamisso, Hölderling o F. Richter (que más tarde tomaría el pseudónimo afrancesado de Jean Paul), con el que Schumann se sintió tan identificado en su juventud.
Clara encontró así en Robert un maestro y un hermano mayor que la protegía y le iba descubriendo todo un mundo de belleza e imaginación a través de los relatos y gestas que él tan bien conocía desde su infancia. Las fantásticas aventuras de los héroes clásicos, de Byron y Walter Scott, de Christian Andersen y los hermanos Grimm, el universo literario y poético que tanto amaba y que había inflamado su adolescencia entusiasmándolo con Schiller y con Goethe fue abriéndose ante los brillantes y profundos ojos de Clara. A los trece años Schumann había fundado una sociedad literaria con sus amigos del instituto de Zwickau y antes, a los doce, había organizado también con sus compañeros una pequeña orquesta de cámara con la que pudo entrar en contacto con la música de Haydn, Mozart, Beethoven y Weber. La pequeña estaba deslumbrada por su erudición y su sabiduría y, poco a poco, fue surgiendo en ella un profundo sentimiento de respeto y admiración que culminaría en un inmenso amor y ternura hacia el que sería después su marido.
Juventud
Clara había querido a Robert desde el principio sin darse cuenta de ello, y él, que siempre sintió una gran atracción por las mujeres que le rodearon, se acababa de comprometer con Ernestine von Fricken, la nueva alumna de Wieck, a quien Robert dedica la “estrella” de su “Carnaval” Op. 9. Clara, su pequeña “chiarina” en la citada obra, no paraba de viajar y estaba ese verano de gira pianística en Dresde con su padre. A su vuelta, Robert descubre que ella ha crecido y la nota algo extraña: “Ya no eras una niña con la que hubiera podido jugar o reír. Decías cosas razonables y en tus ojos vi brillar un profundo, un secreto destello de amor”, le diría más tarde. Como siempre, la música era su mejor motivo de acercamiento y le dio para que la interpretara su partitura del “Carnaval”, verdadera transcripción musical del universo schumanniano con sus cambios de humor y de carácter. La fluidez y el brillo de estas piezas “mignonnes” que conforman una de las más populares obras pianísticas de Schumann, donde aparecen todos los personajes que bullen en su interior como en una mascarada carnavalesca, impresionaron a Clara, que solicitó a Robert nuevas partituras. Se inició de nuevo entre ellos ese diálogo íntimo que tanto les unía cuando hablaban de música y Robert le ofreció su Sonata nº 1, la llamada “Florestán” Op. 11, que había dedicado a ella. “Deberías aligerarla un poco. En lugar de Fa sostenido menor, pasarla a Si menor…” comentó Clara. Se habían vuelto a encontrar y ahora sería para siempre. Al despedirse, Robert se inclinó hacia ella, la besó y le dijo que la amaba. Ella estuvo a punto de tirar la lamparilla que llevaba en la mano, recordando de pronto que Robert estaba comprometido con Ernestine. Sin embargo, poco después él le escribiría: “Tú, tú eres mi primer y único amor. Lo de Ernestine tenía que ocurrir para que nosotros nos uniéramos.”
Noviazgo
En el invierno de 1836 Robert rompe definitivamente con Ernestine, y solicita a Wieck la mano de su hija. La petición es denegada enérgicamente por Wieck, que no estaba dispuesto, bajo ningún concepto, a casar tan tempranamente a su hija, pero sobre todo, no le parecía Robert el hombre ideal para una estrella internacional como Clara, por la que tanto había trabajado y que todo se lo debía a él. Robert era un compositor en ciernes, no tenía medios aún para mantener un hogar y además sufría desde los dieciséis años crisis de ansiedad, lo que hoy denominarían los psicólogos un “severo desorden afectivo de carácter bipolar”, que había heredado de su padre y que le hacía perder todo control sobre sí mismo, dejándolo sumido en el abatimiento. Él era consciente de ello y luchaba con todas sus fuerzas por controlar una enfermedad que había llevado ya al suicidio a su padre y a dos de sus hermanos. Así surgieron sus personajes Florestán y Eusebius, desdoblamientos de su doble personalidad, que aparecen en sus obras y utilizaba como pseudónimos para firmar sus artículos. “Florestán” es el espíritu romántico, apasionado y femenino, movido más por la intuición, impetuoso e imaginativo. “Eusebius” es más serio y varonil, sobrio, reflexivo, melancólico y observador concienzudo, cuya más lenta comprensión le permite emitir juicios más duraderos aunque no menos entusiastas. Entre ambos está el “Maestro Raro”, que representa la madurez y la serenidad de juicio, y en cuya palabra “ra-ro” podría estar secretamente encerrada la clave de su equilibrio, que para él era la unión Cla-ra-ro-bert.
Los difíciles casi cuatro años transcurridos desde la declaración de Robert hasta el día de la boda pusieron a prueba toda la fuerza de su amor. Wieck hizo todo lo posible por separar a los enamorados sometiendo a Clara a continuas giras, denigrando y calumniando a su antiguo alumno y oponiéndose a tratar con serenidad todo lo que estuviera relacionado con su noviazgo. Mientras tanto Robert estudia, trabaja y mantiene su inquietud por todo lo que surge de nuevo en los ambientes musicales para volcarlo en su revista. Conoce a Chopin y traba amistad con Mendelssohnn, que le apoya y ayuda incondicionalmente. Su amor se acrecienta con la separación y las dificultades, y la correspondencia apasionada entre ellos refleja su sinceridad y convicción.
Para demostrar a Wieck que era capaz de asumir la carga de una familia, Robert se traslada a Viena, el máximo centro musical de la Europa de entonces, y trabaja denodadamente para abrirse camino como compositor. Logra ser nombrado doctor por la Universidad de Jena, pero no consigue ablandar al tozudo Wieck, que le insulta públicamente y le acusa de embriaguez ante los tribunales. Liszt, que con su gran olfato ya ha detectado el genio de Schumann, le ayuda y le acompaña en estas horas difíciles. Los enamorados deciden finalmente entablar una acción judicial contra el viejo profesor para lograr el ansiado permiso de matrimonio y, mientras tanto, Clara se refugia en Berlín en casa de su madre.
El matrimonio es finalmente autorizado por el juez y se celebra el día 12 de septiembre de 1840, víspera del cumpleaños y la mayoría de edad de Clara. Ella escribiría en su diario: “Nos casamos en Shönefeld a las diez. Se cantó primero un coral. Luego, el predicador Wildenhahn, amigo de la infancia de Robert, pronunció unas sencillas palabras, pero muy sentidas. Todo mi ser más profundo se sentía henchido de gratitud hacia Aquel que, al fin, por encima de tantos escollos, nos condujo el uno al otro”. Su padre, por supuesto, no asistió a la ceremonia.
Los años felices y el trágico final
Los años que siguieron al matrimonio fueron los más felices y fructíferos en la vida de Schumann. En el hogar de los recién casados no cesaba de sonar la música. ¿Cabe imaginar la maravilla que sería verlos compartir en el mismo teclado el estudio de las fugas de Bach, de los cuartetos de Haydn y Mozart, o las sonatas de Beethoven? Todos los días dedicaban un tiempo al estudio del contrapunto: “Hemos empezado con las fugas de Bach y Robert marca los puntos en que el tema reaparece. Es un estudio realmente apasionante, que cada día me produce más placer”, anota Clara el 21 de septiembre de 1840, apenas diez días de consumado, al fin, su matrimonio.
De no haberse casado con Clara, es posible que Schumann hubiera pasado a la posteridad sólo por sus obras para piano, esas fantásticas y originales composiciones con títulos evocadores en los que volcaba todos los sentimientos de su temperamento romántico. Pero en 1840 su inspiración se centró en el mundo del lied, componiendo en este año más de la mitad de sus doscientas cincuenta canciones, la mayor parte dedicadas a Clara, demostrando en ellas no sólo su enorme inspiración musical, sino un profundo conocimiento de la poesía de su tiempo. Compone grandes obras para orquesta, sus cuatro grandes sinfonías, los bellísimos conciertos para piano y violoncello, obras corales y una gran variedad de música de cámara en las que muestra siempre su gran inspiración y el esfuerzo de una dedicación apasionada a su obra. Su fecundidad en estos años es asombrosa. Un esfuerzo titánico para ser soportado sin quebranto por una cabeza tan delicada y un corazón tan sensible.
A veces, en las gratas veladas en las que se reunían un grupo de músicos en casa del matrimonio, Robert permanecía callado, absorto, con la mirada perdida en no se sabe qué extraños pensamientos, para, de pronto, volver en sí y entrar en la conversación con su proverbial agudeza y animación. Clara se multiplicaba para estar pendiente de todo. Las salas de conciertos reclamaban también su presencia y ella sigue siendo la mejor pianista de Europa, acompañada ahora por su marido. Pero además lleva la organización de su casa y en el breve periodo de trece años da a luz ocho hijos.
La muerte de Mendelssohnn en 1847 y la de Chopin en 1849 acentúan la melancolía de Schumann. Pero en 1853 reciben en su casa la visita del joven Johannes Brahms, que les produce una gran alegría. A él dedica el último artículo que iba a publicar Robert en su querida revista: “Creo que Johannes Brahms es un nuevo apóstol San Juan, que también escribirá revelaciones: muchos fariseos tardarán siglos en descifrarlas”. Él fue el gran amigo que acompañó al matrimonio en sus horas más difíciles y alegró con su música y su presencia el hogar de los Schumann.
Auinque a Clara no le fue comunicada la verdad, pues estaba esperando su octavo hijo, el 27 de febrero de 1854 Robert salió de su casa para arrojarse al Rhin, en un intento de suicidio tras una tremenda crisis. Unos barqueros pudieron rescatarle vivo de las aguas y es trasladado a la Casa de Salud de Endenich, cerca de Bonn. Es lo que tanto él había temido y de lo que no se pudo librar. Más de dos años vivió allí internado en un tristísimo estado hasta su muerte el 29 de julio de 1856. A comienzos de ese verano su salud se había agravado tanto que los médicos consintieron que le visitasen sus más allegados. El dolor hacía casi irreconocible su rostro y Clara dejaría escrito unos años más tarde:
“Era por la tarde, entre las seis y las siete. Me dirigió una sonrisa y, con grandes esfuerzos, me enlazó con sus brazos. Jamás olvidaré este abrazo postrero. ¡Cuán dolorosa expresión había en él! El lunes, 28 de julio, estuvimos con él todo el día Johannes y yo. Robert padecía horrorosamente. El martes 29, Dios le liberó de sus sufrimientos.
… Me incliné sobre el cadáver del más tiernamente amado de todos los hombres. Todos mis sentimientos se transformaron en reconocimiento hacia Dios por haberle liberado y, cuando caí de rodillas en su habitación, me pareció que todo se llenaba de serenidad, como si un espíritu celestial planeara sobre mí. Al despedirme he depositado algunas flores junto a su hermosa cabeza poniendo en ellas todo mi amor.
… Cuando ya se lo llevaban, he tenido la certidumbre de que ya no era él, que eso era sólo su cuerpo, porque su espíritu se había quedado conmigo y viviría en mí para siempre.
… No anuncié con antelación la ceremonia para evitar la presencia de demasiados extraños. Sólo vinieron sus más queridos amigos, como él seguramente hubiera deseado.”
Clara, que supo vivir tan duros momentos y el resto de su vida con una grandeza de ánimo comparable a la de las mayores heroínas, dedicada a sus hijos y a dar a conocer la obra de su marido, falleció cuarenta años más tarde en Frankfurt. Sus restos fueron llevados a Bonn, junto a los de aquel a quien había dedicado toda su vida y cuyo espíritu, según sus propias palabras, siguió viviendo siempre cerniéndose sobre su amada.
BIBLIOGRAFÍA:
– “Robert Schumann, de la lucidez a la locura”, Andrés Ruiz Tarazona, ed. Real Musical, Madrid 1975.
– “Clara Schumann”, Catherine Lépront, ed. Caralt, Barcelona 1988.
– “Schumann”, Guías Scherzo, ed. Península, Barcelona 2000.