Filosofía — 1 de junio de 2023 at 00:00

El sufismo, algo más que una religión

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Aspecto exotérico y esotérico de las religiones

Toda religión tiene dos aspectos que se complementan, uno exotérico y otro esotérico, porque hay creyentes que no se conforman con seguir unos rituales y normas de conducta, ni una concepción intelectual de la divinidad, sino una vivencia profunda que los lleve a la unión con Dios. Son aquellos que buscan, dentro de la tradición, un camino ascético o místico, un sendero espiritual (tasawwuf), quienes se encaminan hacia conocimientos esotéricos al margen de la corriente religiosa más ortodoxa.

Al igual que las dos caras de la luna, la exotérica o externa es la faceta conocida por el gran público —aquella que se nos muestra de la religión—, mientras la esotérica o interna —aquella que alberga el conocimiento profundo que aún pervive en la religión— permanece oculta a las miradas indiscretas. En cierto modo, lo exotérico es el aspecto formal que es accesible a quienes se acercan a toda religión, la apariencia o cáscara externa que rodea al verdadero conocimiento. Por el contrario, lo esotérico guarda relación con lo interno o profundo, un aspecto reservado que contiene las grandes verdades que fueron reveladas por el Avatara o fundador de la religión. Con el transcurso del tiempo, parte de esas verdades esotéricas acaban deshaciéndose como un azucarillo: ya sea porque sus conocimientos acaban siendo conocidos por todos (se externalizan), sufren un proceso de enmascaramiento gradual (se internalizan), o bien, se pierden sus claves ocultas para siempre. Huelga decir que no suelen perderse para todos.

En suma, en toda religión se encuentran, tras los aspectos exotéricos o formales, inquietudes más esotéricas que guardan relación con el fondo de la religión, pues más allá de lo aparente podemos descubrir un centro o círculo interno al que tan solo tienen acceso quienes se implican realmente en la búsqueda de Dios…

En el islam, ese círculo interno de saber fue preservado por los sufíes, llamados también los «compañeros del profeta». Se cuenta que convivían cerca de la tienda-mezquita de Mahoma y compartían las enseñanzas más directas de su doctrina, pues el profeta los consideraba como discípulos. Algunos autores los consideran como «compañeros de sofá» del profeta; una denominación más específica que la de «compañeros del profeta». Esta última denominación se aplica hoy en día a todos aquellos que hubieran conocido al profeta o hubieran sabido de él por su padre o su abuelo, es decir, hasta la tercera generación, de modo que podían relatar sus hadices.

Los sufíes conservaron, desde sus orígenes, las enseñanzas más profundas de la religión transmitidas por el profeta a sus discípulos directos, a pesar de que los actuales «danzantes giróvagos» tan solo parezcan una sombra de lo que expresan los textos clásicos.

 

La línea ortodoxa y la heterodoxa

La línea tradicional del islam (o sunna) considera como base de su credo el texto del Corán, junto a aquellos dichos o hechos históricos de la vida del profeta (hadices).

En este aspecto más formal u ortodoxo del islam, encontramos la sharía (el sistema legal que señala los preceptos morales, obligaciones legales y prohibiciones, que marcan a diario la conducta de los creyentes), los clérigos, sacerdotes (o imanes) y también a los ulemas o alfaquíes, aquellos que mantienen la pureza de la religión y legislan sobre el sentido adecuado de los textos y dictaminan sobre su aplicación; ellos son quienes fijan los criterios de «la verdad doctrinaria», aunque generalmente estén demasiado apegados a la letra muerta y el sentido literal de los textos, despreciando cualquier tipo de interpretación más profunda y simbólica.

Sin embargo, quienes pretenden lograr una vivencia espiritual más intensa adoptan una línea heterodoxa, basada en una interpretación más interna de los preceptos islámicos, un conjunto de prácticas, ritos y formas de conducta dedicados a la purificación del alma y las cuestiones metafísicas. Tal es el caso de quienes siguen el camino ascético, dedicados al sacrificio personal, la mortificación, la superación de los apegos de la personalidad, el dominio del carácter y la renuncia al mundo exterior, o incluso, aquellos místicos que siguen la vía contemplativa para llegar a Dios.

En esta segunda vía, podemos incluir a los sufíes y, en parte, a los filósofos islámicos, que en general, no se conforman con una filosofía (falsafa) especulativa y meramente racional —tal como ocurre en Occidente—, pues aúnan a esta la visión teológica (el kalam) y la teosófica (hikmat ilaiya), es decir, una comprensión religiosa y de la sabiduría milenaria trasmitida por los grandes maestros o enviados.

 

La doctrina del centro

Mientras la circunferencia es símbolo del mundo manifestado, dado que se traza a partir de un punto adimensional que es invisible pero necesario, a ese centro invisible se le relaciona con la idea de Dios. Por analogía, se dice que la religión es como la circunferencia externa de una rueda, en tanto que, en el centro de esa rueda, en su eje rector, es donde radica el esoterismo, entendido como su aspecto más interno y profundo, allí donde se resguarda y oculta la revelación. Los radios que unen la circunferencia con su centro, con su labor de enlace entre lo externo y lo interno, representan el método o camino que siguen las diversas agrupaciones sufíes para llegar a la verdad.

La revelación es la verdad transmitida por el profeta, que ha sido preservada por quienes han accedido a ella mediante un proceso de enseñanza paulatino, recibida de la mano de un maestro que la entrega a quien considera digno de ella y capaz de continuar fortaleciendo la cadena de transmisión. No en vano, las agrupaciones sufíes (denominadas tariqas) siguen las enseñanzas de un maestro directo (murshid), que a su vez las recibió de un gran maestro o iniciado (el sheijk), cuyo conocimiento último provenía de una línea iniciática o manto (la jirka).

 

Orígenes del sufismo

La palabra sufí significa ‘lana’, dado que los primeros maestros sufíes vestían con unas humildes ropas de lana que, a menudo, estaban confeccionadas con retales de diferentes colores. Estas capas multicolores distinguían, sobre todo, a aquellos maestros itinerantes (derviches) que iban de una región a otra ofreciendo su conocimiento a quienes lo quisieran recibir.

Algunos estudiosos creen que el sufismo existía aun antes de la prédica de Mahoma, pues ya existían grupos en el Jorasán —una zona situada en el noreste de Irán— que profesaban tales vivencias; si bien, es probable que estos siguieran unas enseñanzas mazdeístas o indas más antiguas, cuyos conocimientos tuvieran raíces mistéricas con un trasfondo similar. Sin embargo, según cita Frithof Schuon[1], la denominación sufí no comenzó a utilizarse hasta el segundo siglo después de la Hégira (ocurrida en el año 622 d. C.) cuando, con motivo de la expansión imperial, fue decayendo la vivencia de las enseñanzas de Mahoma. Históricamente, el primer sufí que se cita es Abdak al-sufí (muerto en el año 850 d. C.). Para otros, fue Hasan al-Basri (642-728 d. C.), asceta que inició la práctica monacal en el mundo islámico imitando a los monjes budistas y los cenobios cristianos de Siria y Egipto.

Algunos autores opinan que el esoterismo auténtico proviene de dos grandes corrientes iniciáticas de Bagdad, la de al-Yunaid y la de al-Bistani; otros creen que se resguardó en el movimiento chií.

En los primeros tiempos en que se dio a conocer el sufismo, entre el siglo IX y el XI, este fue considerado como un movimiento herético por quienes vigilaban la pureza de la tradición canónica. A partir del siglo XII, siguiendo las recomendaciones de Al-Ghazali, los sufíes adoptaron una forma de expresión más moderada, logrando que los suníes (seguidores de la sunna) aceptaran su punto de vista.

Destacados sufíes brillaron en el firmamento del saber, tales como Rabi’a al-‘Adawiya, una célebre poetisa mística cuyos poemas de amor dedicados a Dios inspiraron más tarde los textos de Santa Teresa de Jesús y las corrientes del amor cortés provenzal. También Dul-Nun al-Misri, alquimista y mago que fue perseguido por sus ideas espirituales e influyó, entre otros, en la escuela masarrita de Córdoba, en Tirmidi, Al-Yunaid, y Al-Hallaj.

Rabi’a al-‘Adawiya
Rabi’a al-‘Adawiya

Para algunos místicos, como Hakim Tirmidi, para llegar a Dios basta con reafirmarse en la profesión de fe islámica que enseña la primera sura del Corán: «No hay más dios que Dios, Mahoma es el mensajero del Dios». También Al-Hallaj consideraba que el sentido esotérico de la mística islámica no debía ser reservado a los escogidos, sino entregado a todos los seres humanos. Por ello, al dar a conocer sus conocimientos esotéricos fue crucificado, pues logró poner en su contra a los teólogos y también a los sufíes.

En la actualidad, el sufismo no presenta una visión unitaria, ni mantiene un enfoque común en sus enseñanzas, salvo en algunos rituales prácticos (cantos, danzas, éxtasis místico, etcétera). Es una amalgama variopinta de cofradías, fraternidades y líneas de conocimiento que, más allá de sus raíces comunes, con el paso del tiempo se han ido separando del tronco original. No obstante sus ancestrales raíces, ese sufismo tradicional constituye un modelo de sabiduría que aún tendrá que inspirar a muchos inquietos buscadores del conocimiento.

 

El sufismo

Sin duda, ese sufismo tradicional consiste en un camino de perfección que busca alcanzar la verdad, la sabiduría y la unión con Dios. Es fiel a los preceptos islámicos, aunque se aleja de la línea estricta que marcan los ulemas, motivo por el cual, a menudo, es despreciado por quienes detentan el poder temporal y espiritual del islam. Busca una experiencia espiritual directa que no se basa en una línea intelectual, sino en la intuición, aquella que se percibe con el «corazón» —no considerado como órgano físico, sino como asiento de una vivencia profunda e interior—. En el sufismo se entrelazan la actitud moral —entendida en la mentalidad islámica como «nobleza de carácter»—, la purificación del alma y el misticismo.

Es una senda espiritual que busca la proximidad con Dios o la santidad, mediante el desapego, la vivencia interior, así como la práctica y experiencia intuitiva que despierta el verdadero discernimiento. Al decir de sabios como Ibn ‘Arabí, el sufismo logra una vivencia interior en relación directa con las realidades espirituales mediante el «desvelamiento» y la inspiración proveniente de la divinidad.

El desvelamiento expresa la necesidad de recorrer un camino iniciático progresivo en que, apartando los velos que le impiden ver claramente, pueda acercarse a la luz divina. Para el místico sufí, el desvelamiento muestra a cada cual lo que Dios permite que vea de él.

Desde antaño, el sufismo siempre tuvo diversos modos de expresarse que, en principio, podrían parecer contradictorios, tales como el fervor religioso, el ayuno, la oración, la invocación de Dios (el recitado continuo de los noventa y nueve nombres de Alá), el ascetismo, la espiritualidad sin manifestaciones externas, la gnosis (entendida como comprensión suprarracional de las grandes verdades), la vivencia de la caballería espiritual, los movimientos militares que defendían antaño las fortalezas en zonas de frontera (las rábitas o ribats), la veneración de los santos (morabitos), las danzas rituales, las músicas tradicionales, y un largo etcétera.

En las danzas rituales, el sufí trata de ser puente entre lo material y lo elevado. El giro sobre sí mismos se realiza siempre en sentido del corazón, con una mano hacia el suelo y otra hacia lo alto, de modo que la cadencia de la música y el giro continuado, permiten alcanzar un estado de trance o éxtasis, un pequeño rapto teofánico que propicia un estado elevado de tipo místico y meditativo. Precisamente, esas músicas de tipo mantrámico o curativas propician también un estado meditativo especial.

La caballería espiritual, a la usanza medieval, representa una vía de dominio sobre el carácter, de rectitud de ánimo, nobleza, desapego, entrega, pureza, protección de los débiles, apoyo a los ancianos, mujeres y niños. Antaño, los sufíes tenían un sentido de monje-guerrero, similar a los templarios cristianos; por ello se dedicaban a proteger las fronteras del mundo islámico en los ribats. Con el transcurso del tiempo, cuando aquellos lugares remotos son abandonados, se instalan allí abnegados eremitas, cenobios, santos admirables que inducen peregrinaciones de los creyentes, o incluso, pequeñas escuelas (zawiyas).

Siempre existió en los sufís una mezcla bien ponderada de filosofía, teología y misticismo en su vertiente esotérica. En cuanto al camino místico, el sufí se acerca a Dios tras desprenderse de los ropajes y máscaras que lo recubren, de sus apegos materiales; se dice que es iluminado por la luz divina, porque su fuerza interior y voluntad se insertan en la luz suprema y se identifica con Dios. También Al-Ghazali habla de la unión mística con Dios y afirma que el místico necesita fundirse con Dios, como la mariposa que necesita de la luz, aunque se queme al alcanzarla.

Con la expansión del islam, el sufismo se asentó en aquellos territorios que había conquistado Alejandro Magno, recuperando los conocimientos filosóficos y esotéricos del mundo clásico, de la sociedad alejandrina, de Persia y Mesopotamia, tales como el hermetismo, la alquimia, la astronomía y la astrología, la numerología, la cábala, el simbolismo, etcétera.

 

La relación entre maestro y discípulo

Estas enseñanzas siempre se han entregado mediante una relación de maestro-discípulo. Dicho vínculo nace de modo natural, pues siempre hay alguien sediento que precisa del agua que entrega un manantial… y siempre habrá un maestro que necesita extender su conocimiento como un sembrador, por un sentimiento de amor altruista.

Mientras el maestro pretende vaciarse de ataduras materiales para llenarse de saber, el discípulo intenta seguir su ejemplo, emulando cada gesto y cada palabra de la enseñanza. Ambos están enlazados por un sentimiento de devoción mutua, siguiendo un estricto sigilo y secreto. Quizá por ello no existan demasiadas publicaciones en donde salgan a la luz tales conocimientos. Tan solo aparecen recopilados, discretamente, en forma de cuentos cargados de sabiduría. Basta ojear el libro El monasterio mágico[2], de Idries Shah, para admirar el profundo sentido pedagógico de tales cuentos. Veamos como ejemplo el cuento titulado El portero:

«Se preguntó a un sufí:

—¿Qué estás haciendo? Queremos aprender de ti y no nos permites estudiar libros. No realizas rituales; te niegas a responder preguntas; ignoras las alabanzas y los reproches.

El sufí dijo:

—Yo soy un portero. El portero se asegura de que la puerta esté abierta cuando debe estar abierta y de que esté cerrada cuando debe estar cerrada. Permite la entrada a cuanta cosa o persona debe entrar y se la niega a aquello que debe ser excluido. Si quieres que haga estruendo, que “sacuda la puerta”, que cree un efecto, que vista ropas opulentas o pobres, que prometa o discuta, que realice pantomimas, que acepte sobornos o hable en lugar de trabajar… no eres un hombre que pueda tratar con el custodio de una puerta».

Las líneas iniciáticas que encadenan a los sufíes con sus venerados maestros de Persia o Bagdad y señalan la filiación de su conocimiento, también llegaron hasta al-Ándalus, en donde se crearon ribats, cofradías y escuelas como la de Ibn Masarra en Córdoba, la de Ibn Al-‘Arif en Almería, la de Ibn ‘Arabí en Murcia, Ibn Qasi en el Algarve, Abu Madian y tantos otros que sería imposible citar. Conocimientos en los que se admitía a la mujer, pues a pesar de todas sus carencias, eran otros tiempos.

Estas primeras escuelas de filosofía sufí (esa mezcla de filosofía, teología, ascetismo, mística y teosofía) retomaron junto a las ideas neoplatónicas la visión de Pitágoras, Sócrates y Aristóteles, de Empédocles y Dul-Nun al-Misri. Ibn Masarra predicaba el libre albedrío frente a la predestinación, la preexistencia del alma antes de verse encerrada en un cuerpo material, la necesaria coexistencia de la materia y el espíritu, la creencia en las leyes de causa y efecto como rectoras de cuanto sucede en el mundo, etcétera. Cuando sus enseñanzas fueron perseguidas por ser consideradas heréticas por los ulemas, sus discípulos partieron hacia otros lugares, ayudando a su expansión. En virtud de ello, aparecieron sabios tan relevantes como Ibn ‘Arabí, considerado a la postre como un segundo Platón o un segundo Mahoma, o Abu Madian, «maestro de maestros».

Ibn ‘Arabí desarrollará la idea de la unicidad de Dios (considerada como unidad del ser y la existencia), del desvelamiento y la imaginación creadora, la convicción en la misericordia y la protección de Dios, la necesidad de ir más allá de las cercas que dividen y enfrentan a las diferentes doctrinas, de vivenciar la virtud y de compartir con los más desfavorecidos el alimento y las enseñanzas. Así, dirá que cada ser es una expresión de Dios (lo Uno), porque guarda, en sí mismo, los signos que delatan la presencia de Dios, y, al mismo tiempo, es único e irrepetible.

 

Principios y valores del sufismo

El islam tuvo la habilidad de recoger las enseñanzas que encontró en los pueblos que conquistaba y fundamentó con dicho saber sus propias creencias religiosas.

El Corán afirma que Alá es el único Dios, un Dios trascendente que está más allá de las cosas y de cualquier otro dios. Por este motivo, el islam siempre consideró «la unicidad de Dios» como un precepto fundamental, lo cual equivalía a considerar que «todo es uno». De este modo, el islam encontró en las ideas neoplatónicas de Plotino la visión de un Dios absoluto expresado como «lo Uno», un concepto que calzaba a la perfección en sus ideas.

No obstante, las ideas neoplatónicas tenían también una visión panteísta, más esotérica, que no fue admitida por el islam. En cambio, el sufismo asumió estas ideas panteístas de la filosofía neoplatónica; por ello concibe que Dios está presente en todos los elementos que componen el mundo, en cada ser. El sufismo va un paso más allá de la doctrina ortodoxa, pues aspira a unificar lo trascendente y lo material. Así dirá: aunque el mundo no es Dios, él se muestra a través del mundo. Por ello considera que en los pequeños detalles de cada día hay una experiencia con Dios.

El sufismo intenta trascender las fórmulas y los convencionalismos, persigue la nobleza de carácter, un camino de superación y de serenidad interior. Busca estar más allá de la tiranía del ego, perdonar a los demás, aprender de quienes poseen verdad, vivenciar las altas virtudes de generosidad, misericordia, amor, y renuncia. No cree en ninguna guerra santa (yihad), y concibe en ella tan solo su verdadero significado: la guerra interior que lleva a vencerse a sí mismo.

Los sufíes reverencian por igual la sabiduría y la santidad; los sufíes orientales aspiran, sobre todo, a alcanzar la sabiduría, mientras el sufismo de Occidente reverencia la santidad. Por ello afirman del saber popular que «los verdaderos sabios son los que conocen a Dios».

En el camino místico se recalca la necesidad de vencer la propia personalidad, «matando el ego, porque es un obstáculo para todo adulto». Al igual que recomendaran Pitágoras y Parménides, se afirma que «hay que morir antes de morir», lo que dicho en un lenguaje menos esotérico significa bajar a los infiernos, mirarse cara a cara y alcanzar la inmortalidad consciente. Esta única frase nos puede dar una idea de lo que se encierra en ciertos conocimientos, aunque la gran mayoría que accede a ellos no pueda entenderlos.

Como ya se ha dicho, el corazón adopta una significación especial en el sufismo. No en vano dirá el gran místico Mevlana Rumi que hay que limpiar el corazón de egoísmos y madurar mediante el amor, porque «el amor transforma el corazón en oro». Por ello se dice del sufismo que «es la ciencia de la purificación de los corazones».

En el sufismo, tal como ocurre en toda corriente esotérica, hay una profunda realización de los valores que se postulan, pues solo la vivencia acerca hacia la verdad y Dios. Para Abu Hafs al-Nishabiri: «El sufismo es cortesía espiritual… con cada instante, en toda circunstancia y en todo momento».

[1] Comprender el islam, Frithof Schuon, traduc. Esteve Serra, Edit.PADMA, Bllomington-Indiana-USA, 2009.

[2] El monasterio mágico, pág. 99. Idries Shah. Paidós Orientalia. Ediciones Paidós Ibérica, S.A. Barcelona, 1997.

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