Una de las reflexiones que podemos hacernos sobre las desgracias que acechan a todas las sociedades gira sobre la violencia, que hace su aparición por todos los rincones de la vida en sus diferentes variaciones. A pesar de la buena voluntad de muchos seres humanos que han optado por buscar la paz y hacer que se extienda lo más posible, la violencia se cuela en los grupos humanos y en los individuos también.
Pareciera que no hay más camino para vivir que hacerlo contra los demás, en una especie de círculo infernal de odios, desprecios, ofensas, insultos y eventualmente ataques, asesinatos…, sin la menor huella de empatía, y mucho menos, de sentimiento de fraternidad.
La antigua máxima de «no hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti», que preside la mayoría de los credos religiosos, está olvidada, como la mayoría de los preceptos que nos señalan la necesidad de hacer el bien. Un sabio andalusí que vivió en la Córdoba del Califato, y que se llamaba Al Zubaidi y fue preceptor del califa cordobés Al-Hakam, lo dijo de una manera muy bella: «Todas las tierras, en su diversidad, son una, y los hombres son vecinos y hermanos». O la máxima de Séneca, «Homo homini sacra res», es decir, que el ser humano es sagrado para el ser humano.
Hay muchos tipos de violencia, y muy numerosas son también las causas que los provocan, y precisamente por esa complejidad deberíamos tomar conciencia de que este mal nos afecta a todos y entorpece la manera de llegar a la paz con nosotros mismos y los demás. Ya lo dijo Gandhi: «No hay caminos para la paz, la paz es el camino».