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Esta bella historia denota su origen jainista sobre todo al final, en que el rey y la misma Aramasobha renuncian al mundo, al haber ya un heredero, aunque sea muy joven, que pueda ser depositario de la corona (en la mentalidad védica, que un rey renuncie tan pronto sería, simplemente, inaceptable) para ser iniciados en las doctrinas de esta filosofía-religión.
Pero no solo eso. También es claro el jainismo en la importancia que se le da a que todo beneficio, oportunidad, dificultad, obstáculo o dolor provienen de existencias anteriores a través del karma, que ellos presentan como una sustancia que rodea a la mónada espiritual (jiva) y la precipita hacia su destino.
Hay académicos que llegan a afirmar que el karma y la transmigración son, en la India, si no un aporte jainista, sí al menos que esta religión, al «casarse» con la védica en la vida cotidiana de sus gentes, habría originado el hinduismo. O sea, que quizás, dicen, la enseñanza del karma y la reencarnación se exteriorizó en la búsqueda de respuestas de un camino individual que llevase a la liberación, semejante al que estableció el mismo budismo. Se podría fácilmente responder que estas ideas ya están presentes en los Upanishad, pero es que algunos estudiosos enraízan estos textos metafísicos en un primitivo jainismo anterior a Mahavira.
En el cuento siguiente de esta recopilación jainista, se llega incluso a narrar una existencia anterior de esta joven, Aramasobha, cuya última vida, la que narra la primera historia —de la que estamos hablando aquí—, es tan bellamente ilustrada en el cómic de Anant Pai.
Es difícil saber si esta historia, como la de los ciegos y el elefante o la del hombre suspendido en un pozo por una cuerda, es de origen jainista o anterior, ya que aparecen en varias tradiciones, pero esto ni le suma ni le resta validez y encanto.
El cuento, que el lector debe de haber ya seguido en la narración anterior, es muy sugerente y evocativo. Intuimos que hay muchos significados que se nos escapan. En todo caso, hallamos ecos del alma como doble luminoso (pues es impensable que el rey no fuera capaz de diferenciar a Aramasobha de su hermanastra, por muchas esposas que tuviera en su harén), el personaje de raíz celeste, con su bosque encantado, y la sombra en el cuerpo físico, sin talento ni gracia alguna. Que el deva construya para ella una mansión en el inframundo y que solo pueda salir de noche para ver a su amado hijo la emparenta con Perséfone y sus resurrecciones periódicas, también ella símbolo del alma inmortal en sus sucesivas reencarnaciones.
La naturaleza jainista se hace evidente en la crítica silenciosa al brahmín, dotado de ciencias y poderes ocultos, pero que no tiene discernimiento para ver el alma criminal de su segunda esposa ni voluntad para enderezarla o simplemente apartarla de sí. En la filosofía jainista, la clave no es la ciencia adquirida sino la pureza cada vez mayor del alma, que la hace separarse de la mecánica esclavizante de la naturaleza y sus vehículos materiales (dravya, sustancia, que es lo eternamente opuesto a jiva o espíritu), renunciando a todo lo que pueda ensuciarla, y al mismo tiempo respetando y aliándose con la voluntad de ser de todo jiva en su camino ascendente hacia la absoluta perfección. Y es que, como dice Mahavira, la naturaleza de cada jiva es ayudar a todos los otros jivas y no apartarse de ellos. Apartarse de lo que nos lanza a la caverna de la soledad egoísta y estéril, pero unidos con ellos en su voluntad de ser, tal es la interpretación positiva de su ahimsa o no-violencia. Y la mejor ayuda será siempre ser fiel a sí mismo, pues esto debe hacer vibrar armoniosamente, como en la red de Brahma, a todos los otros jivas, en ese tejido de eterna fraternidad, uno para todos, todos para uno, en que viven.
De todos modos, lo más llamativo de este cuento es el bosque mágico que acompaña siempre a Aramasobha, que se mueve con ella y otorga sus frutos maravillosos. Si el rey queda frustrado con su sustituta, la hermanastra, es porque ella carece de un bosque mágico, o sea, metafóricamente, es vulgar, es casi solo de carne y hueso.
Este bosque encantado es la dádiva del dios por haber sido tan valiente y generosa y haberle protegido como serpiente; y como serpiente la abandona, saliendo de su cabello al no regresar «antes del amanecer», que era una condición sine qua non, como en el cuento de la Cenicienta, pasando de un estatus «mágico» al humano1, junto al rey, pues es como humana que debe renunciar y subir la montaña de la liberación.
En la simbología tradicional, el bosque nos remite al inconsciente y también al mundo oculto, a la vida interior, y en este caso es la vida mágica del alma, su escenario de virtudes, de vivencias, de reminiscencias en el sentido platónico (que es el recuerdo de los arquetipos y no de vidas anteriores, como normalmente se cree), de esperanzas divinas. En cierto modo es también la Psique, con la magia colorida de sus alas de mariposa, esplendente ante el sol del espíritu, y semejante a la cueva de Ali Babá con sus tesoros, o al loto cuando abre sus pétalos a la luz.
Su relación con la psique es también evidente cuando Aramasobha le pide al dios un bosque para que las vacas estén protegidas de los rayos ardientes del sol, pues las vacas, go en sánscrito, significan también las nubes y los pensamientos. Ella, como pastora (psique) va donde van sus vacas (pensamientos) y requiere un mundo mágico con el que enfrentar la desolación de este desierto que es la vida mortal, o sea, material, y con el que proteger también los «rayos de luz» de su alma, pues go, en sánscrito, significa también ‘rayo de luz’.
En una clave superior, este bosque encantado, que da la gracia y belleza a la joven, es lo que podemos llamar eterno femenino, la gruta encantada en que vive el amor y se gesta lo divino, justo como lo diseña el ideograma sumerio de Ama, madre, con una matriz en que se está gestando el dios-estrella.
Es el Jardín del Edén, de Eva, «la madre de todo lo que vive» y donde se enraízan los arquetipos o árboles de la pura y perfecta existencia, entre ellos, el árbol de la vida y el del conocimiento del bien y del mal. Y desde luego, nos recuerda el jardín portentoso que describió en cientos de páginas Emilio Zola, arrebatado por la inspiración, en su Crimen del padre Mouret, y en donde el jardín es ella misma, y ella es el jardín mismo. Quien la ama a ella como mujer ama su jardín y quien ama su jardín, en verdad la ama a ella.
Cuántas enseñanzas en la relación mujer-jardín encantado, en esa luz de Dios que entra en la naturaleza y le da sentido, y gracias a la cual la naturaleza llega a conocerse y a redimirse a sí misma, como Kundry en el Parsifal o como en el Trueno, La Mente Perfecta, del tratado gnóstico en que ELLA dice:
«Yo fui enviada desde el poder,
y he venido a aquellos que se reflejan sobre mí,
y he sido encontrada entre aquellos que buscan junto a mí.
Mírenme, ustedes, los que se reflejan en mí,
y ustedes, oyentes, óiganme.
Ustedes, que están esperándome, tómenme para ustedes.
Y no me aparten de su vista.
Y no hagan que vuestra voz me odie, ni vuestra escucha.
No me ignoren en ningún lado ni en ningún tiempo.
¡Manténganse en guardia!
No sean ignorantes de mí.
Porque yo soy la primera y soy la última.
Yo soy la honrada y la despreciada.
Yo soy la puta y la sagrada.
Yo soy la esposa y la virgen.
Yo soy la madre y soy la hija».
Bien, según entiendo, en esta historia jainista, ella, Aramasobha, representaría solo la parte más luminosa, no incluiría a la madrastra, con sus tentativas de envidioso asesinato, ni a la hermanastra, un cero a la izquierda. Ella representaría una de las imágenes del eterno femenino, no su sombra reptante en la materia; representaría la faz luminosa de la vida, de la alegría, del placer mismo, la embriaguez de los frutos del bien, como su mismo nombre2 indica, pues Aramasobha es gracia y reposo, el del jardín que nacía de su propia mente —como una catedral en pequeño en los parteluces de las mismas sobre la frente de las diosas Vírgenes y Madres—, el jardín encantado que es la belleza misma de lo femenino.
1 Como hizo el Buda mismo, en la versión mahayana, cuando renuncia a todas sus joyas de príncipe, o sea, que renuncia a todos sus poderes taumatúrgicos para buscar, en la floresta, la gran verdad que haga detener la rueda del dolor.
2 Arama, en sánscrito significa ‘bosque, jardín, lugar de recreo y placer, asiento, gratificación’, y sobha, ‘belleza, gracia y esplendor’, término que incluso se aplica a un bosque en la palabra vanasobha.