Arte — 1 de noviembre de 2024 at 00:00

La poética de Guerra Junqueiro

por

Guerra Junqueiro

Cuando muera, ábranme el pecho

y de esta jaula, en que hubo un león,

arranquen, pues la cárcel era estrecha,

mi viejo y altivo corazón.

Después, sin dolor y sin respeto,

sin un murmullo de oración,

láncenlo así, que va satisfecho,

a la fosa oscura, a la putrefacción,

Para que duerma y se deshaga

en el lodo amargo de la Desgracia,

por quien latió continuamente,

como un tambor, que entre la metralla

revienta al fin de una batalla,

¡ronco, furioso, ansioso, ardiente![1]

Es muy difícil traducir a Guerra Junqueiro (1850-1923) y traer a la lengua española, aunque próxima, sus ritmos de puro fuego. Este poeta, un verdadero Hércules lusitano en todos los aspectos —político, filosófico, científico, destructor de sofismas y todo tipo de engendros monstruosos—, fue considerado por su amigo Miguel de Unamuno el mejor poeta íbero de su tiempo. Fue amigo y camarada en lides políticas y literarias de las almas más excelsas del Portugal de su tiempo: Antero de Quental, Eça Queiros, Oliveira Martins, Camilo Castelo Branco y muchos otros; y uno de los personajes más polémicos y revolucionarios de la sociedad portuguesa en que vivió.

Hijo de un campesino hacendado, estudiante de Teología y luego licenciado en Derecho, diputado en las Cortes, periodista, embajador en Suiza, coleccionista de antigüedades y, más tarde, poeta-labrador y eremita en su finca vinícola en Barca d’Alva junto al Duero, es quizás el lírico filósofo de la naturaleza más insigne de las tierras y gentes lusas. Su Vejez del Padre Eterno fue un latigazo al clericalismo medieval católico; su Los simples, un retorno al alma de las gentes sencillas, con una fe vital y una armonía con la naturaleza y sus poderes invisibles imposibles ya de alcanzar en las ciudades sacudidas por el materialismo, el escepticismo moral y la ausencia de valores. Y su Oración a la Luz un verdadero himno religioso, filosófico y científico a la quintaesencia madre de todo lo que vive, la presencia de Dios mismo en el alma y en la carne y sangre humanas, como energía solar, como ardiente vida.

De todos modos, lo que nos interesa ahora es destacar algunas notas de su poética. Es el misterio de cómo nace un poema en la mente del artista inspirado. El profesor Jorge Ángel Livraga, fundador de la Organización Internacional Nueva Acrópolis, filósofo con mayúsculas y poeta en su juventud (fue premio nacional de poesía en Argentina, en el año 1951), escribió que del poeta son las imágenes mentales, pero que el ritmo, mágico encantamiento, es de la Musa, el espíritu que vitaliza, que electriza con su belleza inmarcesible los versos del verdadero poeta. Él mismo decía que un poema podía aparecer espontáneamente en cualquier momento y lugar, por más prosaico que fuese, y no necesariamente rodeados de belleza buscando inspiración. Florbela Espanca escribía sus sonetos cuando quería, o a veces llegaban, como aves del cielo, por ejemplo, en un trayecto de autobús y sin desearlo. El místico murciano Ibn Arabí los lapidaba como diamantes, con tan perfectos trazos en su pensamiento que, después, otros lo escribían, sin haberlos leído ni oído, pero sabiendo que habían sido escritos en la mente por este filósofo, y ellos simplemente se habían encontrado con el poema.

Guerra Junqueiro los iba forjando, y aun los aprendía de memoria y los recitaba a sus amigos antes de escribirlos. Según nos cuenta, iban materializándose en la medida que pensaba durante meses en ellos y paseaba horas y horas por la campiña. La música de la naturaleza, sus ritmos, se iban conjugando con los ritmos del alma, y los ritmos de sus versos iban naciendo como una lenta destilación alquímica.

Pero dejemos que sea él mismo quien nos lo cuente, con su poderoso verbo:

«¡Ah! Yo no hago poesía cuando quiero. Y nunca escribí un verso sin que lo tuviese antes en la cabeza… ¿Y cómo lo compongo? Paseando, solo la marcha me da el ritmo. La elaboración mental es, en mí, muy simple y muy compleja. Pasan días y más días sin que mi pensamiento consiga fijarse. Dentro de mí hay algo nuevo, pero no llego a presentir qué es. Ando entonces leguas y leguas; y por todas partes, por las sendas y veredas de los campos, por los arenales de las playas, por las calles de la ciudad, conduzco la idea, que se va gestando en el subconsciente. De repente —estoy contemplando el mar, trepando en la montaña, o conversando con un amigo— surge: siento un resplandor y es como si fuera arrebatado, no sé dónde. Todo en el mundo me es ajeno y sigo sin detenerme más, sin ver más, sin oír nada: en mi cerebro, lo que era antes confusión y tumulto queda ordenado, forma un plan, se ilumina, vibra. Mi vida es, entonces, extraterrestre, no me doy cuenta de lo que sucede a mi alrededor. Entre yo mismo y el mundo es como si hubiese una muralla de bronce, no distingo nada de la vida exterior; me encarcelo en mi conciencia. No converso, apenas como, casi no duermo; apenas rompe la aurora, heme ya caminando, ando leguas. Y volviendo a casa, escribo, sin una sola corrección, los cincuenta, los cien, los doscientos versos que compuse, que la imaginación desencadenada me reveló, y que traigo en la cabeza, palpitantes, límpidos, cristalinos, perfectos (…)

Nunca pude escribir versos de otra manera. Conseguí, pero solo de este modo, escribir cuatrocientos versos de una vez. Hoy me es imposible. Este es mi método. Evidentemente que mi proceso mental, en obras de gran envergadura, comprende una vasta idealización y un periodo de ejecución que puede después prolongarse: la formación estrófica, sin embargo, siempre me fue fácil. Confié siempre en que acudiría, plena, completamente, en la hora propicia, en la hora cierta; confié demasiado, porque siento que ahora no puedo llevar a cabo ni el Prometeo Liberado, ni El camino del cielo… ni tal vez las Oraciones»[2].

Es una lástima, especialmente, este último libro, del que hizo apenas la oración a la luz y al pan, pero que prometía oraciones a las nebulosas, a la flor, al hombre, al éter, a las piedras, al agua, a la sangre, a los monstruos, a la leche, a la música, a la alegría, al dolor, a la noche, a los ángeles, a la muerte y a Dios, lo que hubiera sido, como los Himnos órficos, un tratado sublime de teología natural, una mirada filosófico-poética abismal al corazón de la vida, a juzgar por la Oración a la luz, que comienza así:

¡Claro misterio

del azul etéreo!

¡Sueño sidéreo!

¡Luz!

¡De la tierra dolorida

aliento y guarida!

¡Fermento de vida!,

¡Luz!

Eucaristía santa,

vino y pan que levanta

al hombre, al peñasco y a la planta…

¡Luz!

Virgen ígnea de siete colores,

toda abrasada en esplendores,

madre de héroes y madre de flores,

¡Luz!

Fíat armónico y jocundo,

verbo diáfano y profundo,

alma del sol, cuerpo del mundo,

¡Luz!

Luz-esperanza, luz rútila de aurora,

vida vibrando en la ampliación sonora,

vida cantando allá donde va,

¡Luz!

Luz que nos das el pan, ¡oh, luz amada!

Luz que nos das la sangre, ¡oh, luz dorada!

Luz que nos das el ver, ¡luz encantada!

¡Bendita seas, luz, bendita seas!

¡Bendita seas en nosotros, oh fuente de armonía!

¡Bendita seas en nosotros, oh urna de alegría!

¡Bendito sea tu hijo, el albor del día!

¡Perpetuamente, oh luz, oh madre, bendita seas!

La inexorable roca taciturna,

cuando la electriza tu deslumbramiento,

despierta y sueña en su silencio soturno…

Por ti se convierte en arena; y en un momento

la arena es lodo, es savia, es fruto gustoso,

es carne humana, es sangre, es pensamiento…

Por ti el agua exulta, anda bramando,

por ti rueda del monte hacia el abismo,

y vuela, en nubes, por el azul sin fin…

Por ti es rocío: ¿cae en el rubio trigo?

Es pan y es hostia… ¿Cae en la flor? Incienso,

néctar, abeja, mariposa de oro…

Por ti fluctúa el aire, un mar inmenso,

preñado de vidas invisibles, donde

todo el sueño de la tierra está en suspensión…

De tu hálito, oh luz, nada se esconde:

¡brillas! Y el alma opaca de la materia

de las entrañas del globo te responde!…

¡Brillas! Y al amor y dolor, al luto y la miseria,

los dora la gracia, la juventud, el encanto

de tu manto púrpura y sidéreo!

Eres tú quien alumbra alegría y llanto:

en la sonrisa del héroe resplandor eterno,

prisma de Dios en la lágrima del santo.

Por tu fulgor genesíaco y materno

surgen nupcias de los túmulos verdeantes

y un nuevo abril palpita en cada invierno…

Por ti suspiran, sin verte, durmientes,

las almas vegetales, indefinidas

en el misterio nocturno de las semillas…

Germinando por ti, por ti vestidas,

sueñan aroma, sueñan forma y color,

en tu albor magnético bañadas…

Y espléndidas de gracia, embeleso y amor

yérguente, oh luz, un ay de luz radiante,

¡abierto en beso, idealizado en flor!…

Por tu temblor de oro, instante a instante,

el gusano ciego, prisionero, inmundo,

genera la visión liberada y deslumbrante.

Por ti un soplo anímico y fecundo

penetra en el lodo, en la roca, en el agua y el aire,

vuela de espora en espora, y de mundo a mundo…

Por ti el ala, el labio, la mano, la mirada…

Por ti el canto y la risa y el beso y la idea…

¡Por ti el verbo ser y el verbo amar!…

La inextricable, la interminable tela de araña

del sueño del universo en luz es urdida,

en luz vislumbra y misteriosa ondea…

Suspensa en luz, de la misma luz nutrida,

va hacia Dios girando eternamente,

el dolor, en la eterna evolución de la vida…

Hombre, nube, granito, onda, serpiente,

la roca, el aire, el buitre, la hoja de hiedra,

el mundo, los mundos, todo lo que es viviente,

del lodo al águila, del metal a la fiera,

de la fiera al ángel, de la tumba a la cruz,

todo se mueve, existe y reverbera,

¡soñando, amando, palpitando en luz!…

Y el corazón ardiente, que desde las alturas

manda perpetua luz a las criaturas,

¡vive a oscuras!

Sus infiernos de fuego tempestuoso

dan aurora y luz de luna.

Su angustia sin fin, que no descansa,

Es madre del beso y madre de esperanza.

De los ayes candentes de su dolor

brota la sonrisa y brota la flor.

¡Bendito sea!

¡Arde por nosotros a toda hora,

sufre por nosotros a toda hora,

por nosotros muriendo a toda hora,

continuamente!

¡Bendito sea!

Su tormento es nuestro aliento,

su pasión cruel y dolorida

nuestra vida.

¡Bendito sea! ¡Bendito sea!

¡Bendito el mártir, cuya sangre a borbotones

inunda los mundos de mareas de luz!

¡Bendita la pavorosa y trémula agonía,

cuyos suspiros son el albor del día!

¡Bendita la muerte, en cuya esencia etérea

ondula hacia Dios nuestra miseria!

¡Bendito sea!

¡Bendito sea!

¡Bendito sea! ¡Bendito mil veces el fecundo esplendor,

nuestra víctima y nuestro redentor!…

Y sigue y sigue páginas y más páginas con este torrente de inspiración divina. Imaginemos, entonces, el plan completo de sus oraciones, ¡habrían fundamentado toda una religión de la filosofía natural!

En una carta a Bernardo Piñeiro que menciona el libro citado de Lopes D’Oliveira, expresa aún más su poética:

«Me preparo[3] para el trabajo como una virgen se prepara para la primera comunión. Me purifico moral y físicamente. No como platos indigestos, y alejo de mí, como a las moscas, los pensamientos vulgares y degradantes. No pienso en ministerios, en Fontes, en Camilo, o en elecciones, en el Chiado, etc; etc.

Leo ahora constantemente la biografía de los grandes hombres. Plutarco me encuentra, me ennoblece el espíritu. Como ves, es un tratamiento higiénico que estoy poniendo en práctica. No fumo, no juego y no bebo.

Mi querido amigo: la lira es un instrumento complejo y delicado, que se oxida tan fácilmente como un instrumento quirúrgico. Las cuerdas fuertes, las que originan tempestades, necesitan conservar una plenitud vigorosa, una robustez alegre, épica, indomable. Son ellas las que dan el do de pecho y de hacer estallar el rayo. Las cuerdas medias necesitan amplitud, serenidad, gravedad; deben producir sonidos majestuosos y tranquilos, que se desenvuelven noblemente como olas enormes, límpidas, acompasadas. Son el barítono. Las cuerdas finas y mimosas, esas requieren la pureza del diamante, la frescura de la rosa y el tacto aterciopelado del lirio. Están hechas para traducir en melodía todo lo que hay de más tierno, melindroso, encantador, desde la boca de un niño hasta la estrella de la mañana.

Ya ves los cuidados incesantes que necesita un instrumento así para ser conservado. A las cuerdas fuertes, cuando les ataca el óxido, en vez de tronar, sollozan; no dan una tempestad, sino un catarro. Las cuerdas barítono, cuando se estropean, comienzan a entonar artículos de fondo de Ferrer Farol. Finalmente, a las cuerdas más tiernas y graciosas, cualquier cosa las inmoviliza o desafina. Y, en ese caso, o enmudecen o se convierten en una urraca que grazna. Estas cuerdas divinas exigen cuidados maternales. Son como recién nacidos, como perlas o encajes preciosos».

Guerra Junqueiro
Estatua de Guerra Junqueiro en Oporto

El efecto de sus poemas, los vientos desencadenados con el encantamiento de sus poesías, ha sido descrito magistralmente por varios de sus lectores u oyentes.

Por ejemplo, el poema La muerte de Don Juan, que es un ataque a la virulencia libidinosa y fatua de la sociedad decadente de su siglo, un poema de juventud, es descrito[4] así:

«La muerte de Don Juan es el Quijote del romanticismo… En el poema hay resplandores de estilo poco vulgares en la literatura portuguesa. Las formas tienen la corrección fina y la elegancia artística de un jarrón florentino, y las imágenes, la gracia primitiva y la fecunda espontaneidad de los grandes poetas antiguos. La escala de las sensaciones va desde la suavidad bucólica de Virgilio hasta las altas indignaciones de Victor Hugo. El paisaje tiene los trazos firmes, correctos y amplios de los grandes maestros de arte. En la infinita variedad de las entonaciones, de las formas y sentimientos, dispersos como polvo de estrellas por todo el poema, casi es difícil distinguir cuál es la característica poética más acentuada del gran talento artístico de Guerra Junqueiro. Pasa natural y espontáneamente de la gravedad austera de un meditador bíblico a las travesuras grotescas de Tolentino; del gran lienzo clásico de Rafael a las caricaturas de Cavarni; de la contemplación profética e íntima de un salmista al sarcasmo frío y cortante de un impío. Y el lenguaje se dobla, se ajusta y amolda a todas estas manifestaciones de inteligencia con la maleabilidad de la arcilla en las manos del artista ingenioso y experto. Los adjetivos parecen muelles de acero, dando a las expresiones toda la flexibilidad, toda la elasticidad innata de las ideas más versátiles, de los sentimientos más inexpresables.

La muerte de Don Juan es una obra robusta, amplia, serena y elevada (…) la inspiración inunda todas aquellas páginas con la majestad fecunda de un gran río».

Y este es un ejemplo de esta obra, deslucido al quebrar el encantamiento del ritmo ígneo de su portugués vibrante:

El azul[5] etéreo del espacio da vigor a los pechos,

reverbera en los cielos dulcísima armonía…

Centellea en cada fuente una aurora que ríe…

Solo en mi alma no hay ni un rayo de alegría.

Al sol de la primavera se expanden los amores,

sonríe la faz amena donde el placer se halla…

Oh cánticos sin fin, oh primavera, oh flores,

adiós, que voy a dormir en la soledad del túmulo.

Yo soy la larva inmunda; vosotros, almas cristalinas,

dejadme solo, dejad al animal apestado;

oh pechos juveniles, oh lirios de las campiñas,

huid, huid también de este hálito mortífero.

Para mí no hay mañana, ni despuntar de esperanza,

a fuego me grabaron la marca del precito…

¡Señor! ¡Yo quiero vida… cuesta morir siendo un niño

cuando se siente en el alma el genio del infinito!

¡Mi Dios, Dios mío! Me doblega la falta de amparo!,

¡Me veo desplomándome en la primavera en flor!

¿Quién puede levantar a un hombre casi muerto?

¡Oh! ¡Basta una palabra, un eco, un ay… amor!

¡Amor, amor! El poema eterno, la eterna mocedad,

aroma vaporoso, cántico sin fin…

Amor, agua lustral que baña a la humanidad,

¡amor, amor, aprisa… acuérdate de mí!

Yo era mozo y bueno… La culpa la tuvo el mundo,

me manchó, convirtió en piedra mi pobre corazón…

Yo quiero aún salir de este tremedal sin fondo,

quiero aún vivir… ¡amor, extiende la mano!

……………………………………………………………….

¡Señor, Señor! Es tarde… y el alma ya presiente

que el último momento se aproxima ya…

¡Concédeme, Señor, que vaya contento a la muerte

en la tierra en que nací, en los brazos de mi padre!

Ramalho Ortigao, famoso autor de As Farpas, en que «estudió y pinto su país en alma y cuerpo», comenta, en su prosa cincelada, uno de los libros de poemas de Guerra Junqueiro:

«Leí[6] ávidamente, de un solo aliento, en el espacio de dos horas, La vejez del Padre Eterno, y nada me sería más difícil que poder reunir en pocas palabras la impresión que me ha dejado esta lectura. He aquí doscientas páginas de poesía, encerrando los versos más llenos, los más sólidamente fabricados, los más límpidos que desde hace mucho tiempo vibran en lengua portuguesa, y los sentí hasta lo más íntimo de mi alma (…) en su conjunto de este metro poético accidental, escabroso, vigorosamente martillado en el yunque, haciendo saltar chispas, en torbellino, nebulosidades de humo y luminosas centellas, salpicaduras de barro y polvo de diamantes, hay toda una fanfarria guerrera y triunfante que deja en el oído un eco retumbante de pelea y de victoria. Aquel que habla en esta bella lengua, a veces un poco enfática, mas atrevida y joven, febril y neurálgica, seductora al fin, es un poeta espiritualista, un creyente al modo de Lamartine, y de Hugo, un blasfemo al modo de Chateaubriand, y de Byron, un entusiasta en suma, para quien el universo es un templo, el alma inmortal del hombre una desagregación de la divinidad, y la vida una gravitación misteriosa de los seres alrededor de un foco providencial, omnipotente e infinito».

Eduardo Barros Lobo, «Beldemonio», cronista y traductor amigo de Guerra Junqueiro le oyó recitar, íntegramente, esta misma obra y escribió:

(…) Él continuó[7]; ora leyendo, ora recitando, trecho a trecho, durante no sé cuánto tiempo, desarrolló ante mis oídos encantados todo su poema, broncíneo por veces como una estatua o como una epopeya, otras veces sarcástico como la misma alma de Juvenal en el espíritu de Voltaire, otras melódico como un canto de arpa, otras, en fin, tierno y conmovido, penetrado de la máxima delicadeza que puede sentir el corazón humano. Llegó al fin; era el soneto magistral, en post-scriptum, que oigo siempre con la voz del poeta, pidiendo que le arranquen el corazón y lo lancen a la fosa común…

Como un tambor que entre la metralla

revienta al fin de una batalla,

¡ronco, furioso, ansioso, ardiente!

Nunca mi alma de artista había sentido un ímpetu de entusiasmo semejante. Pero en mí, el entusiasmo es extraordinariamente frío, introspectivo, como la crisis amorosa de la carne de una mujer rubia. La sensación que me quedaba de aquella lectura y recitación era, ante todo, una torpeza que no me dejaba fijar las bellezas de la forma, ni distinguir defectos de crítica. El poema entero, fundido en un rayo único de luz —como cuando en un disco que gira se funden los siete colores del espectro en el blanco—,-cantaba en mi cerebro su canción de oro, deliciosamente sutil y abstracta; y aún hoy su fina resonancia está viva en mi saudade de esa tarde única, en que el sol caía sobre un horizonte ensangrentado como un metal ardiente».

Y qué mejor que terminar este artículo sino con un fragmento del discurso de honras fúnebres que le dedicó otro poeta y filósofo de la naturaleza, otro místico del cielo y la tierra portuguesa, Teixeira de Pascoais[8]:

«Guerra Junqueiro, siendo el Beethoven del verso, es el poeta de la luz. Su lira está hecha del mismo oro que la de Apolo. La luz ríe en sus sátiras, más bellas que las de Juvenal; canta en su lirismo primaveral y amaneciente… Este poeta es el sol. Ningún otro encarnó de un modo igual la Naturaleza en su milagro deslumbrante y creador.

Hay tanta luz en Junqueiro como tinieblas en Dante y mar profundo en Camoes. Por eso, Guerra Junqueiro es un poeta genial. Los poetas de genio son los que alcanzan, en su arte, un poder sobrenatural para expresar la Naturaleza, como Camões y Junqueiro, o la vida humana, como Tácito y Shakespeare…

Ahora, nuestro poeta sublime, liberado de todas las imperfecciones de este mundo, aparece, ante mis ojos nocturnos, transfigurado en un resplandor misterioso que es el espectro del sol revelando el alma de Jesús.

Una aparición divina…

Me arrodillo y rezo».

[1] En el post-scriptum de La vejez del Padre Eterno.

[2] En Guerra Junqueiro. A sua vida y a sua obra. Volumen I, de Lopes D’Oliveira, pág. 196 y ss.

[3] Obra citada, volumen I, pág. 185 y ss.

[4] Obra citada, volumen I, páginas 94 y ss.

[5] Idem, volumen I, pág. 106 y ss.

[6] Obra citada, Vol. II, págs 66 y ss.

[7] Obra citada, volumen II, pág. 53.

[8] Obra citada, volumen I, pág. XLVI.

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