Cuenta1 la mitología sumeria que, cuando el rey Gilgamesh vio morir a su amigo Enkidu, no solo quedó abatido por el dolor, sino aterrorizado al darse cuenta de que el destino de Enkidu sería, tarde o temprano, el suyo. Gilgamesh se embarcó entonces en una odisea para encontrar el secreto de la inmortalidad. Después de innumerables peripecias, el rey logró que el viejo Utnapishtim, superviviente del diluvio al que los dioses habían bendecido con la vida eterna, le revelara la fórmula: una planta mágica que restablecía la juventud. Sin embargo, poco después de encontrarla, una inoportuna serpiente le roba la planta, y queda así condenado, como el resto de los mortales, a finalizar su vida y entrar en las regiones infernales.
A lo largo de la historia ha habido muchos Gilgamesh. Millones de personas se han esforzado en eludir a la parca. Su insensatez les llevó, en muchos casos, a abrazar la prácticas nigrománticas o a caer en manos de charlatanes, vendedores de elixires o falsos alquimistas. La leyenda del grial, Shangri La, la piedra filosofal, el vellocino de oro o la fuente de la eterna juventud han sido algunas de las historias que han despertado en los hombres la ilusión de mantener la vida y la juventud a toda costa. El precio de ese deseo ha sido la muerte, la locura o el ridículo, como en el caso de la sangrienta condesa rumana Bathory, Enrique de Villena, Cagliostro o Claudio Hermippus. Todos se han convertido ya en polvo, pero el afán persiste. Ahora, esperanzados por los avances de la medicina y la inteligencia artificial, nuevos buscadores se aventuran en la conquista de la eternidad.
El privilegio de las élites
La muerte nos iguala a todos. Eso dicen al menos, y así ha venido siendo desde el principio de los tiempos. Todo lo que nace tiene que morir. Es una ley inmutable que afecta a las células y a los planetas. Quizá por eso causan cierta gracia las aspiraciones inmortales, porque aunque realmente se lograra crear un cuerpo que durase para siempre, el planeta, tarde o temprano, tendría que desaparecer, y el Sol, y el universo… Eso si la mente humana es capaz de soportar el peso psicológico de tantos y tantos miles de años viva. Sería irónico lograr la inmortalidad y que las circunstancias de la vida (nadie garantiza que la vida eterna sea feliz) te hagan desear la muerte. Lo que sí está claro es que, de conseguirlo la ciencia, esta tendría un precio, y no estaría precisamente al alcance de todos. Solo unos pocos podrían pagarla, quizá los mismos pocos que ahora están invirtiendo parte de sus fortunas en la investigación contra el envejecimiento.
A los extremos de los cromosomas se les llama telómeros. Conforme ha ido avanzando la investigación genética, se ha ido desvelando el papel fundamental que parecen desempeñar los telómeros en el proceso de envejecimiento y en el desarrollo de enfermedades como el cáncer. A medida que una célula se va replicando, los telómeros se van acortando, lo que afecta en un 30% aproximadamente al envejecimiento y posterior muerte celular. Básicamente funcionan como una especie de contador, de manera que, cuando se alcanza un determinado número de replicaciones, la célula entiende que debe morir y se «suicida». Sin embargo, parecen existir factores que pueden modificar el contador telomérico, como la alimentación, el ejercicio físico y el estilo de vida, razón por la cual la esperanza de vida ha ido creciendo en los últimos años, y con ella las corrientes de pensamiento dentro de la ciencia que intentan entender por qué envejecemos y por qué morimos… para tratar de evitarlo.
Algunos científicos opinan que envejecimiento y muerte son parte del proceso mismo de la vida, y están preprogramados igual que lo están el cambio de dentición o la pubertad. Otros, en cambio, sostienen que no están programados, sino que se deben a fallos (podría ser que estuviésemos preprogramados para fallar, porque no ha habido ser en la existencia que no falle). De ser así, bastaría conocer el origen de esos fallos para evitarlos. Quizá la clave esté en esa diminuta porción de ADN que son los telómeros. La investigación de los telómeros ha llevado hasta las farmacias estadounidenses un medicamento llamado TA65, una píldora que promete alargar la vida de los telómeros. El TA65 se ha servido de una trampa para sortear los controles sanitarios: en lugar de venderse como medicamento, se comercializa bajo la fórmula de suplemento nutricional. Hace algunos años el precio rondaba los 495 € el frasco de 90 cápsulas; hoy Amazon te manda a casa un bote de 30 cápsulas por 108 €… o una crema para la piel de 118 ml por la módica cantidad de 980 €. Aprovechando sus supuestos efectos antienvejecimiento, promete mejorar también el sistema inmune, la libido, la energía, la vista, el sueño y la elasticidad de la piel. Nadie quiere vivir para siempre en un cuerpo viejo.
Pero ¿para qué sirve saber cuánto miden tus telómeros? Inicialmente, solo tiene un valor preventivo, destinado a conocer con antelación la posibilidad de aparición prematura de enfermedades relacionadas con el envejecimiento. Hablamos solo de posibilidades. En el caso de que los resultados de los análisis fuesen negativos, lo único que puede hacer el paciente es cambiar su estilo de vida, ya que eso es, fundamentalmente, lo que más influye en el acortamiento temprano (o no) de los telómeros. La misma empresa aconseja medirse los telómeros al menos una vez al año, aunque lo óptimo (según ellos) sería hacerlo cada seis meses. El coste de ponerle la cinta métrica a los telómeros oscila entre los 500 € y los 1000 €. Te los midas o no te los midas, llevar una vida sana no le viene mal a nadie. Y si tus hábitos de vida son claramente insanos, no necesitas un análisis para saber el camino que está tomando tu cuerpo.
El mal eterno
¿Quién tendría acceso a la inmortalidad? Una inmortalidad generalizada ocasionaría un serio problema de competencia por los recursos y una extensión hacia el infinito del crecimiento de la población, algo del todo insostenible, salvo que la vida eterna llevara aparejada la esterilidad. No, solo unos pocos (y extremadamente ricos) serían los privilegiados; en tal caso, el problema lo tendría el conjunto de la humanidad. Veamos.
¿Alguien conoce alguna forma honrada y justa (no confundir la justicia con las leyes, no son lo mismo) de hacerse inmensamente rico sin pisotear a nadie, sin explotar a nadie, sin ponerse por encima de otros, sin ser ambicioso…? Y, en el caso de haber nacido ya con una fortuna o de que te toque la lotería, en el sistema en que vivimos, ¿hay alguna forma ética de mantener y acrecentar esas riquezas? No le des más vueltas, la respuesta es «no»; tarde o temprano hay que tomar una decisión que perjudicará a otros. Igual que existe una ley universal que determina que todo lo que nace debe morir, hay otra que señala que, para que uno tenga mucho, otro debe tener poco, y si el «mucho» se convierte en «más y más», el «poco» acabará siendo «nada». El exceso en un lado de la balanza siempre supone un defecto en el otro; el desequilibrio será directamente proporcional a la diferencia entre ambos platos de la balanza. Algunas cifras arrojan una proporción de mil personas pobres para que haya una rica. Los discursos sobre la amplia clase media, el estado del bienestar y la democratización de los recursos no deja de ser una falacia que apenas logra enmascarar esa abismal diferencia, y la evidencia de que la excesiva riqueza siempre, siempre, siempre, se hace a costa de otras personas.
En un artículo (muy recomendable) publicado hace algunos años en El Confidencial, se ponía de manifiesto esta realidad: la gente inmensamente rica se cree por encima del bien y del mal. El periodista británico Jacques Peretti estuvo seis meses conviviendo con algunos de los hombres más económicamente solventes del planeta. Una de las conclusiones que saca Peretti es que su riqueza «les ha deshumanizado»; creen que el dinero nos («les», evidentemente) hace mejores personas y que se merecen todo lo que tienen. De alguna forma, opinan que los que no salen adelante es porque no se esfuerzan lo suficiente. Así justifican su defensa del darwinismo social y se consuelan creyendo que los ataques de los menos favorecidos se deben a la envidia y a su incapacidad para triunfar, sin pensar jamás que puedan ser ellos los que crean la estructura social que mantiene a los pobres en su sitio y garantiza que siga siendo así por mucho, mucho tiempo.
Si todos tuviesen las mismas oportunidades de verdad, ellos dejarían de ser élite. Se creen los más aptos porque tienen más, pero su concepción del mundo y de la vida, tan alejada de la realidad y de la capacidad de empatía, refleja más una patología psicomental que una visión objetiva del mundo. Mientras, hay personas que no se pueden permitir siquiera disfrutar de una relación en pareja porque no tienen dinero ni para sostenerse a sí mismas. Ahora viene la gran cuestión. Si finalmente la ciencia logra alargar indefinidamente la vida, ¿qué vidas serán las preservadas? ¿Las de los que acrecientan las diferencias o las de los que las reducen? ¿Las de los que se creen justificados por la divinidad, el destino o lo que sea para mantener su «merecido» estatus o las de quienes son capaces, realmente, de identificarse con el otro y mejorar a la humanidad? El darwinismo social es una falacia alimentada por el insano deseo de validar la superioridad en función del dinero; de entender el poder desde el capital. Sin embargo, si a la ciencia nos atenemos, y si a Darwin nos remitimos, hay dos frases atribuidas a él que aportan una importante corrección al extremismo de algunos darwinistas (lamentablemente parece ser norma común que los seguidores de una idea sean a veces más extremistas que el que formuló inicialmente la idea). Esas frases son las siguientes: «Si la miseria del pobre es causada, no por la naturaleza, sino por las instituciones, grande es nuestra infamia»; «En la larga historia de la humanidad (incluso de la especie animal), son aquellos que aprenden a colaborar y a improvisar los que tendrán más posibilidades de prevalecer».
El mayor conocimiento que existe ahora en neurociencia y en psicología dan el espaldarazo a muchas de las ideas originales de Darwin (algunas de las cuales son rechazadas por los darwinistas, dicho sea de paso). Científicos como Gerald Hüther, autor de La evolución del amor, declaró en una entrevista publicada por la Agencia Sinc que «solo la gente “amorosa” es capaz de tratar a los demás como sujetos. Pero, en la actualidad, nuestra cultura favorece a aquellos que usan y manipulan a los demás para lograr sus propósitos. A menos que este tipo de relaciones interpersonales y culturales desarrolladas a lo largo de la historia se supere, no seremos capaces de resolver ninguno de los problemas a los que nos enfrentamos ahora. La lucha por el poder y la dominación es la verdadera causa de todos nuestros problemas».
El más apto no es el que tiene más, sino el que necesita menos. La ambición desmedida es una patología que enferma a toda la humanidad. Quizá por eso el ambicioso defiende, consciente o inconscientemente, un transhumanismo que le permita seguir estando cuando todos los demás hayan pasado, aunque para ello sacrifique su humanidad y la vida de otros. La pregunta sería entonces: ¿qué clase de persona es la que desea vivir eternamente? Y lo que es más importante, ¿para qué quieren vivir eternamente? Quizá piensan que el estado en el que viven ahora durará eternamente, que ninguna circunstancia externa logrará afectarles, que el sol no les quemará, ni la lluvia les mojará. Quizá no se han dado cuenta de que las cosas que aman cambiarán y desaparecerán, que el mundo en el que viven cambiará y desaparecerá. ¿Irán entonces a las colonias que se planea establecer en Marte? ¿Acaso Marte no va a desaparecer nunca? ¿Acaso podrán librarse de un accidente o de la quiebra de su empresa? ¿No morirá algún ser querido? ¿No cambiará nunca su pensamiento? ¿No se sentirán solos? ¿No ansiarán tener el privilegio del olvido? ¿Creen que toda su eterna vida será feliz y sin problemas?
Formas de ser inmortal
Cuando pensamos en vivir para siempre, algo en nuestra mente se acuerda de películas como Los inmortales o los vampiros brillantes de Crepúsculo; luego, están las historias sobre la vida en el otro mundo del tipo Más allá de los sueños, Los otros, Ghost o El sexto sentido. Otros films juegan con la idea del traspaso de datos de un cerebro viejo a uno nuevo, igual que se hace una copia de seguridad de un disco duro, manteniendo los recuerdos y la conciencia (lo que se conoce como «mind uploader»); es el caso de Trascender y otras cintas por el estilo. Aunque se trate de ejemplos cinematográficos, lo cierto es que están basados en diversas corrientes de pensamiento, desde la más míticas a las más metafísicas o científicas. Estas últimas se basan, para postular sus teorías, en las investigaciones desarrolladas en los últimos tiempos sobre el genoma, el cerebro humano y la robótica.
Con el proyecto «Human Brain» se abrieron las puertas a diversos planteamientos sobre la esencia del hombre. La filosófica pregunta de «¿qué somos?» se resuelve en un «somos nuestro cerebro». Si esto es así, y no hay más conciencia que la que está en la mente, entonces basta idear un sistema para copiar y conservar el registro cerebral, y copiarlo a continuación a otro soporte vital más duradero que el nuestro. El científico Stephen Hawkins era uno de los que opinaban que no habría problema para que el cerebro existiese fuera del cuerpo, copiando los pensamientos en un ordenador, aunque sostiene que la tecnología capaz de hacerlo está aún muy lejos de nuestro alcance.
Hay ideas transhumanistas que están también detrás de las investigaciones para crear supersoldados y personas biónicas, con la convicción de que, si la conciencia está en el cerebro, sería posible traspasarla a un cerebro artificial, como quien pasa sus datos del móvil viejo al nuevo, y cambiando al médico de cabecera por el soporte técnico; pero, aunque la ciencia está indudablemente dando pasos en la dirección a la que señala esta corriente, lo cierto es que, de momento, aún estamos lejos de lograr el elemento fundamental de la vida eterna: la conservación de la conciencia humana en un cerebro artificial. Eso sin entrar aún en las consecuencias éticas de todo esto… y en que, repetimos, nadie tiene certeza de lo que es realmente la conciencia humana, y mucho menos cómo traspasarla de un cuerpo a un tarro de vidrio con cables.
El proyecto «Human Brain» ha creado una interesante simbiosis entre biología y robótica. Algunos sectores de la inteligencia artificial creen que pueden lograr una entidad artificial capaz de aprender y alcanzar un grado de comportamiento y conciencia semejante o igual a los del ser humano. Y lo cierto es que, si realmente la conciencia está en el cerebro y el cerebro puede imitarse, ¿qué impediría que, acto seguido, en la copia funcional (pero mecánica) de un cerebro surgiera automáticamente la conciencia? Igualmente, neurociencia y robótica opinan que es posible sustituir elementos neuronales biológicos por otros mecánicos. La nanotecnología podría llegar a crear conexiones eficientes y funcionales que sustituyeran una neurona. Así, una a una, las neuronas se pueden ir sustituyendo por reemplazos electrónicos. Cuando una neurona muere no hay nada que hacer, pero si un chip se funde, solo hay que cambiarlo por otro. La teoría parece lógica, pero seguimos sin estar seguros de qué es la conciencia ni dónde radica realmente. ¿Qué pasa si, al cambiar todas las neuronas por nanochips, sigue funcionando el cuerpo pero sin tener dentro a nadie que lo conduzca?
Cuestión de humanidad
Dejando de lado las polémicas entre creyentes y ateos, a todos debería interesar, y especialmente a la ciencia, conocer con la mayor exactitud posible qué es el ser humano, qué es la conciencia y dónde radica esta. Y si para eso todos deben dejar de lado algunos de sus prejuicios, sería conveniente comenzar a hacerlo ya. Las cosas no son como nos imaginamos, nos enseñan o nos gustaría, sino como son. Investigar sin prejuicios debería ser común a todo ser humano. Dicho esto, vamos a dar un repaso a algunas de la concepciones que existen sobre el ser humano. Son tantas que nos quedaremos solo con algunas de las más aceptadas. Antes de empezar, me quedo con una frase del profesor Vicente Meavilla: «Las matemáticas no tienen ideología ni profesan religión alguna». La ciencia, en general, debe dejar de lado cualquier creencia personal para hacer bien su trabajo, al igual que los dogmatismos del tipo que sean (incluidos los dogmatismos científicos). Quizá así sería más fácil tener un espacio de convivencia entre el sentido de lo sagrado (evito a propósito la palabra «religión» por considerar que las religiones no tienen el monopolio de la trascendencia) y la ciencia.
El ser humano es extremadamente complejo. Las diferencias con el resto de animales no están solo en ese aspecto de «mono desnudo», como lo definió el antropólogo Desmond Morris, o en su pulgar oponible. El cerebro humano alcanza niveles de complejidad muy altos. Ciencias y religiones han tratado de dar explicación a algunas de estas características: sentido del humor, la risa, la ironía o el sarcasmo; el pensamiento simbólico; el lenguaje y la escritura; la capacidad de abstracción; el sentido estético y artístico; la cultura, la autoconciencia, el deseo de superación; el pensamiento lógico, deductivo e inductivo; el sentido del sacrificio o la renuncia… y han tratado también su opuesto, como un lado oscuro al que no llegara la luz de lo humano, y de donde nace su gran vanidad, el orgullo, la ambición, el egoísmo, el miedo, la superstición…
En neurociencia, por ejemplo, se considera que la conciencia está en el cerebro, básicamente porque todos los procesos mentales (y se considera que la conciencia es un proceso mental, un producto de la actividad del cerebro) tienen un componente neural. De hecho, algunas investigaciones han determinado que el proceso mental se produce antes (milésimas de segundo antes) que la toma de conciencia en el ser humano, por lo que la conciencia sería un producto, sin entidad en sí misma. Sin embargo, estas observaciones se cumplen en la mayoría de los casos, pero no siempre. En psicología se considera que un hábito es un comportamiento repetitivo que requiere de poca o ninguna conciencia por nuestra parte, una suerte de piloto automático en el que funcionamos el 99% del tiempo. El hábito no es solo físico, sino que también los hay mentales, como los prejuicios. Los procesos mentales que se producen en el cerebro antes de llegar a la conciencia son, precisamente, aquellos a los que estamos habituados, los que ya conocemos. En ese sentido seguimos otra ley, la del mínimo esfuerzo y el ahorro de energía; quizá por eso generamos cada vez más y más hábitos, que, por definición, son inconscientes y mucho más cómodos para nosotros. Los experimentos señalan que, cuando la persona se tiene que enfrentar a tareas nuevas, desconocidas, para las que tiene que aprender en ese momento cómo enfrentarlas, la conciencia pasa al primer plano y el proceso mental al segundo. Cuando el aprendizaje se fija en la conciencia, volvemos a activar el piloto automático. Como poco, esto plantea algunas dudas sobre qué está por encima de qué y cuál es la causa y cuál el efecto.
Como definición, el hombre se considera brevemente como un ser animado y racional, lo cual no abarca la inmensa complejidad humana; especialmente, cuando tocamos comportamientos que escapan de toda racionalidad, tanto en el sentido negativo como en el positivo. La racionalidad pura no existe más que en momentos determinados, igual que existen aquellos en los que nos dejamos arrebatar por los sentimientos o por los instintos. Para ser totalmente racionales ante una determinada situación, tendríamos que ser capaces de sustraernos no solo a toda la amalgama de sentimientos y emociones que tiñen nuestra vida, sino también a los conflictos interiores que tienden a llevarnos más hacia lo que nos gusta que a lo que nos disgusta, aunque lo que nos disgusta sea lo mejor para nosotros. Solo en ocasiones logramos silenciar todas las voces de nuestro interior para dejar que hable solo la razón… y ni aun así es garantía de que vayamos a actuar conforme a ella. Así que racionales sí, pero solo como capacidad. En la práctica, tenemos que remitirnos de nuevo a esa complejidad de la que hablan todos los estudiosos del ser humano. Los factores que influyen en decisiones tan sencillas como echarle o no azúcar al café, o cederle el asiento en el bus a una persona mayor, son más de los que pensamos. Desde el punto de vista de la psicología, en la mente radica la capacidad de pensar, pero como, básicamente, podemos pensar sobre todo, también serían producto de la mente la creatividad, el aprendizaje, el raciocinio, la percepción, la emoción, la memoria, la imaginación y la voluntad. También hacen distinción entre mente y cerebro, siendo la mente un producto del cerebro. El cerebro aporta el soporte vital y estructural necesario para que la mente funcione; sin el cerebro no hay mente, no hay pensamiento, no hay nada más de lo que consideramos que da identidad al ser humano. Hay otras corrientes dentro de la psicología que consideran que mente y cerebro están relacionados, pero con existencia propia. Desde este punto de vista, la mente se apoya en la física del cerebro para mostrarse, pero no es el cerebro.
Todos los gatos tienen cerebro de gato, y su comportamiento es el de un gato. Ante una determinada situación no reaccionarán como un perro o como una ardilla, sino como un gato. Por lo tanto, hay algo en el cerebro (o en la composición genética y biológica del gato) que lo identifica como gato. El ser humano también tiene una identidad como ser humano, pero su pensamiento es más diverso. Si hay 7000 millones de personas, hay 7000 millones de formas de ver la vida. Para empiristas como George Berkeley, el mundo que vemos y percibimos a través de nuestros sentidos en realidad no existe. Bueno, sí existe, pero solo si lo percibimos. Algo así como el hombre invisible de Mystery Men, que solo era invisible cuando no mirabas. Una Universidad de California ahora lleva su nombre en su honor.
Para religiones como el cristianismo, el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios, al tiempo que es un ser espiritual envuelto en una vestidura material, que es el cuerpo. Para el islam, es una prueba viviente (un signo) del poder y la eterna compasión de Allah. En el judaísmo, además de estar hecho a imagen y semejanza de Dios, es también la corona de la creación. Por su parte, el budismo pregona el lema de «ni religión, ni dioses, ni castas». El budismo cree que el pensamiento es materia (sutil, pero materia al fin y al cabo), y que como tal está sometido a la ley de acción y reacción (segunda ley de Newton, por cierto): pensamientos y sentimientos tienen consecuencias. Para ellos el hombre no es la corona de la creación, sino un peldaño más en la escalera de la evolución, y no el más elevado precisamente. En todos ellos encontramos, de forma más o menos ampliada, una división del ser humano en cuerpo, alma y espíritu, siendo el cuerpo mortal y el espíritu inmortal, mientras que la esencia y composición del alma está a medio camino entre lo uno y lo otro, pero su naturaleza, a grandes rasgos, sería inmortal. La conciencia no radica ni depende de ninguno de esos sitios, sino que puede subir o bajar por ellos según nuestra capacidad (o incapacidad) de elevarla. Los conceptos acuñados por las religiones se han basado habitualmente en ideas filosóficas más profundas, que han logrado asimilar con más o menos éxito. En el caso del cristianismo (y de la influencia mayor o menor que tuvo en el islam), hablamos de algunos conceptos adoptados (y adaptados) del pensamiento platónico. De ahí nacen la inmortalidad del alma y la creencia en que la identidad de ser humano no está en su cuerpo ni en la percepción de sus sentidos, sino en su conciencia anímica y espiritual. Las ideas platónicas también estuvieron detrás de teoría de la transmigración de las almas (reencarnación) que adoptaron algunos grupos cristianos hasta que en el II Concilio de Constantinopla, en el siglo VI, el emperador Justiniano intervino para que se prohibiera esta creencia dentro del conjunto de la cristiandad. La intención era borrar toda huella de la influencia platónica en Orígenes, uno de los primeros padres de la Iglesia, además de difusor de la citada teoría de la transmigración de las almas entre los cristianos.
Todo esto tiene su importancia. De no ser por Justiniano, la creencia en la reencarnación sería con diferencia la mayoritaria en el mundo, en lugar de la creencia de que solo hay una vida, y que después de la muerte, o bien no hay nada más, o tenemos una existencia incorpórea en alguno de los cielos o paraísos (si has sido bueno, si no, al infierno) descritos por las religiones. Pero como eso de no poder disfrutar de los sentidos corporales es demasiado etéreo, al final de los tiempos nuestro cuerpo vuelve a nosotros para vivir así en la gloria por toda la eternidad. En la cultura occidental, esa creencia en una única y breve vida ha influido enormemente en la forma en la que se concibe la existencia y la pérdida de la misma. De alguna forma, buena parte de las religiones, el materialismo, el capitalismo más salvaje y el transhumanismo (por citar algunos) germinan en el miedo a la muerte. Y, como Gilgamesh, buscan el secreto de la inmortalidad. ¿Qué se considera en Oriente que es el ser humano? ¿Y cuál su sentido de la vida y de la muerte?
Un hombre de siete partes
La constitución septenaria es una concepción del ser humano en siete elementos o principios. Aunque esta idea proviene fundamentalmente de India y Tíbet, el antiguo Egipto tenía la misma división, identificada con los mismos principios y, en América precolombina, la cultura nahuatl menciona también en su tradición simbólica esos siete vehículos. Por una parte, están los cuatro principios inferiores (personalidad) y, por otra, los tres superiores (espíritu). Los cuatro elementos de la personalidad son el cuerpo físico tal cual lo conocemos; la vitalidad o energía que cohesiona y anima el cuerpo; nuestra parte emocional y sentimental; y, por último, la mente egoísta. Los tres elementos del espíritu serían, en orden ascendente, la mente inegoísta o pura, la intuición y la voluntad. En realidad, mente racional y mente inegoísta no son dos mentes diferentes, sino una sola. Lo que ocurre es que, cuando la mente pura se aproxima a la personalidad, una parte de ella se tiñe de materia y se vuelve egoísta. Igual que cuando mojas en leche una galleta.
¿Donde quedaría entonces el alma? Igual que podemos tener sentimientos y pensamientos de odio, envidia, ira o celos, los pensamientos y sentimientos más elevados, los que conducen al ser humano hacia un sentido ético de la vida, serían la esencia del alma; la intermediaria entre cuerpo y espíritu. Todos los elementos de la personalidad están hechos de materia más o menos sutil, y como tal, están regidos por las leyes de la materia. Si las leyes de la física dicen que toda acción tiene una reacción, cualquier acción en el mundo físico tendrá que someterse a esa ley, pero también tendrían que hacerlo las acciones en el mundo de las emociones y sentimientos y en el mundo de la mente. Entonces, las acciones emocionales generan reacciones emocionales, y las acciones mentales ocasionarían reacciones mentales. Todo esto, a lo que se llama «personalidad», se considera en Oriente como irreal, ilusorio y mortal. Una especie de vestidura para el alma y el espíritu, pero sin esencia en sí misma y, por ende, sin realidad. Se dice que es irreal porque todo lo que está sometido a cambios, alteraciones y destrucción no ES real. El cuerpo cambia, nuestra vitalidad cambia, nuestras emociones cambian, nuestros pensamientos cambian, y no solo cambian, también desaparecen y mueren. Por eso se considera que no es real.
Igualmente, los sentidos (dirigidos por la mente) lo que hacen es transmitir y mantener la ilusión de realidad. Los sentidos aportan información del mundo, pero como se trata de un mundo ilusorio, lo que hacen realmente es sostener el engaño. Cualquier estudioso de las ilusiones sensoriales sentiría cierta afinidad con esta idea. En el Libro de los preceptos de oro (del cual proviene La voz del silencio) se dice: «La mente es el gran destructor de lo real», y añade también que es en la mente donde se genera la «gran herejía de la separatividad», la que nos hace ver al otro como ajeno a nosotros, y nos hace creer que el espíritu nada tiene que ver con la materia. El espíritu está lejos de ser una entidad mágica. Por un lado, la mente pura no es más que la mente liberada de la ilusión de la personalidad, la mente capaz de comprender y ver sin los límites de la pura racionalidad. La intuición no se refiere a las «corazonadas», sino al conocimiento directo, a la «iluminación», a la comprensión de la esencia de las cosas. Cualquiera que recuerde algo de la teoría de las ideas de Platón podrá hacerse una idea de lo que es este vehículo intuicional. Por último, la voluntad está en la cúspide del ser humano. Es su parte más espiritual porque es lo único que puede dirigir armónicamente al resto de principios, igual que un director de orquesta coordina los diferentes instrumentos para que cada uno, con sus características, sonidos y silencios, generen un todo armónico y bello. Para la concepción oriental, estos tres elementos (a los que se llama tríada) son lo real, el SER y lo único inmortal del ser humano.
La idea de la constitución septenaria está, además, ligada a la idea de la reencarnación. La personalidad se traduce como «máscara»; es como una vestidura para el alma que desaparece periódicamente. Pero la necesidad de experiencia del alma se mantiene, por lo que debe volver a tomar cuerpo pasado un tiempo después de muerto el anterior. Bajo esta consideración, el ser humano no es la personalidad, sino la tríada, que se mantiene de encarnación en encarnación hasta el final de la etapa humana. Así que, mientras en Occidente hay gente que se pregunta si tienen alma, el Oriente entienden que hay que darle la vuelta a esa pregunta: no se trata de si somos un cuerpo que tiene alma, sino de ser un alma que tiene un cuerpo… y otro, y otro, y otro… ¿Para qué encariñarse demasiado con uno si es temporal? Es curioso que en estas teorías orientales se mencione poco o nada a Dios.
El materialismo y el capitalismo más radical basan la felicidad en cosas que están condenadas a desaparecer, como la belleza, la juventud, las posesiones materiales y la misma vida. Quizá por eso la angustia vital y la tristeza se extienden de forma alarmante. Si el transhumanismo fuese, como afirma, un proyecto espiritualista, quizá debiera prestar un poco de atención a las antiguas tradiciones sagradas no religiosas, en lugar de inventarse una espiritualidad a medida, porque en tal caso, estamos ante una corriente materialista más, que acaricia la esperanza de tenerlo todo en esta vida y no perderlo nunca. En cuanto a la ciencia, como buscadora de la verdad tiene la responsabilidad ética de no comerciar con el conocimiento. El conocimiento no son unas gafas de sol que te encuentras en el parque, o como hacía aquel hombre de negocios de El principito, que como a nadie antes se le había ocurrido poseer las estrellas, él se las había adjudicado. El conocimiento es universal, tan universal que puede transmitirse siempre de unas personas a otras sin gastarse jamás; la ciencia solo tendría el privilegio de descubrirlo y el deber de difundirlo. Pero ante todo, no puede permitir que los prejuicios, de cualquier tipo, le impidan investigar lo que es realmente el ser humano, antes de embarcarse en la creación de un nuevo Gólem… o Frankenstein.
1 Este artículo fue publicado por primera vez el 23 de febrero de 2015 en la desaparecida revista Tek’n’Life. Algunas referencias pueden haber cambiado en estos diez años, pero el contexto general en el que se enmarca el artículo, no. Por esta razón lo presentamos sin apenas modificaciones sobre la primera versión.