Crisis. Son tiempos difíciles de profundos cambios y de aceleración de acontecimientos en nuestra sociedad. Parece que el marasmo de la corrupción política y económica nos ha invadido de una manera ineludible, inoculándose en todos los segmentos sociales y envenenando a todos sin distinción de raza, sexo, clase social, credo religioso, etc.
Tras unos años de este desmorononamiento generalizado, visible en nuestras ciudades a diario, también circulaba la idea de que la resignación ante lo inevitable era la única salida. Una corriente de desesperanza y desidia ocupaba lo que antes fueron espejismos de prosperidad. Los efectos sociales de las penurias económicas eran ya devastadores y comenzaban a cambiar la forma de vivir y de pensar de las personas. La convivencia se torna casi imposible corriendo el riesgo de quebrarse definitivamente.
Pero no podemos olvidar el espíritu de supervivencia humano. El deseo de regeneración profunda, de redención, de catarsis. Siempre se ha dicho que ante las peores catástrofes el ser humano extrae de sí mismo sus mejores cualidades de generosidad, entrega, valor, nobleza e inteligencia. Es entonces cuando comienzan a surgir ideas de recuperación de valores, de retomar el rumbo, de humanizar la política, en definitiva, de devolver al ser humano al centro de las preocupaciones de pensadores, filósofos e intelectuales de toda clase y condición.
Asumiendo que la historia es cíclica, comenzamos a recordar que la génesis de toda crisis estriba en una suerte de “olvido” de aquellos valores humanos que cimentan a toda civilización que se precie. Que no se puede construir nada sólido sin considerar que tenemos necesidades no solo materiales, sino que también precisamos de oportunidades de desarrollar nuestros intereses más elevados. Que no puede sobrevivir mucho tiempo una sociedad que descarta el valor de lo más propiamente humano: la cultura, el saber, la reflexión, la espiritualidad. Que a través de la educación y de la formación en valores es como se forja una sociedad más equilibrada y favorable para todos. Que no todo estriba en la elección de un sistema político o económico y que lo primordial es que estos sistemas de organización sean habitados por hombres y mujeres justos.
Afortunadamente, se pueden apreciar los brotes de una nueva conciencia de las cosas. Cada vez más personas comienzan a cuestionarse el sentido de la vida que habían llevado hasta ahora. ¿De verdad la felicidad que perseguían se encontraba en la satisfacción de todos sus deseos consumistas y materiales? ¿Por qué, a pesar de haber conseguido un nivel de vida envidiable, se seguían sintiendo vacíos? ¿Es nuestra forma de vida sostenible o nos aboca a un desastre aún mayor del que ya padecemos? Son muchas las preguntas que ya se empiezan a hacer los que se plantean la manera de mejorar el entorno que les rodea. También son conscientes que la solución no vendrá de manera instantánea, y que tampoco será una dádiva de ningún gobernante.
Esta solución que tanto ansiamos se halla en la filosofía. Sí, en la filosofía, entendida como amor a la sabiduría. Nuestros pesares no son nuevos y ya los han tenido multitud de pensadores en todos los tiempos y lugares. Sus conclusiones siempre derivaron hacia la construcción de un mundo nuevo a partir de hombres y mujeres nuevos. Es decir, en la recuperación de valores olvidados. En el fomento de la ciudadanía responsable para con sus semejantes. En la promoción de una ética universal, fuera de convenciones temporales, que sirviera para lograr la justicia en las relaciones sociales. En volver a poner en el centro al ser humano y favorecer así un Renacimiento.
La indignación ha de ser un motor de cambio, un acicate que mueva a la reflexión. Pero inmediatamente debe dejar paso a la Ética, al sentido de la Justicia, del Bien y de la Belleza. Para ello nada mejor que la Filosofía.