Para Jung el pensamiento moderno, siempre atormentado por equipararlo todo a su nivel, pretende confundir lo no visible con lo no conocido, como si un hombre que llega a un plano vertical no pudiera escapar a su miserable propensión horizontal. La relación del hombre moderno medio con la Naturaleza difiere por completo de la que predominó en el ciclo premoderno, al que, como muchas otras cosas, pertenece la tradición hermético-alquímica.
El arte hermético consiste en despertar el sentido de las analogías. Es el puente de oro entre el microcosmos y el macrocosmos, ligado al fenómeno de la iluminación que descansa entre lo visible y lo invisible.
La verdadera Alquimia en las catedrales no es ni puramente material ni puramente espiritual. Más bien es, como la gnosis, una trascendencia de la Historia, y una concepción cíclica de la misma, donde el Apocalipsis encarna las bodas alquímicas del fin de una era y del comienzo de otra. El auge actual en el interés por la Alquimia está ligado a la angustia del fin del mundo.
Actuamos con demasiada frecuencia paralizados por las ilusiones de la Física nuclear, y tendemos a considerar a los alquimistas, con conmiseración, como los “hombres de las cavernas” de la ciencia del presente. Sin embargo, la Química es a la Alquimia lo que la materia plástica es al oro. El oro, como todos los metales, está vivo, mientras que el plástico y otras materias modernas tan diversas están absolutamente muertas.
La modificación de las estructuras sociales de nuestra época ha permitido el florecimiento de una multitud de charlatanes, pícaros, semilocos y parafísicos más o menos conscientes. Ya no hay más que comentadores y compiladores “inspirados”.
El alquimista es hoy ridiculizado por el materialismo cientifista o agredido por la solicitud estúpida del nuevo “humanismo”, allí donde era en otro tiempo castigado con la soledad o conducido a la hoguera, cuando no torturado por reyes y príncipes.
Nuestro tiempo prefiere someter lo noble a lo bajo antes que tratar de comprender lo que está, por definición, fuera de su alcance. Es el tiempo de la muerte lenta y solapada del espíritu orquestada por todos los poderes materiales.
La alquimia en las catedrales es el “lenguaje de los pájaros” y de las verdades olvidadas. El lenguaje de los pájaros es el que utilizaban los adeptos de la Obra para cuidarse de la curiosidad del profano. Un adepto no tiene que probar que lo es. Además, ha de ocultarlo. El adepto en la tradición hermética representa la realización espiritual en el hombre.
La transmutación metálica es tan sólo un espejismo, en tanto que el investigador no haya realizado su purificación interior. Es interesante apreciar cómo la disposición de la mayoría de la gente con respecto a todo lo que atañe al oro y a su “maldición” está siempre impregnada de una mezcla de fascinación y espanto. Al proyectar las ilusiones del mundo moderno en el espacio, cierta clase de hombres no hace más que engordar su pobreza de imaginación, incapaz de hacer frente a los esplendores de las verdaderas leyendas herméticas de las catedrales.
Ha llegado un tiempo en que los Maestros sólo pueden optar por callarse o por desaparecer; para los que no ven la analogía entre la desaparición y la ocultación, y confunden la ausencia con la nada pura y simple, tan sólo se les puede repetir la frase de la Biblia: “Tienes ojos para no ver y oídos para no oír”.
La tradición primitiva es así, en la actualidad, presencia de la ausencia, lo que no quiere decir que haya perdido todo valor, sino que el mundo visible no es ya el reflejo del invisible: está como abandonado por los maestros herméticos, que se han retirado de la escena de un mundo cada vez más materialista, en adelante entregado a fuerzas irrisorias, de notable influencia.
Debería disuadirse a los turistas del conocimiento de intentar descifrar los textos de los adeptos diccionario en mano, como si se tratara de una adivinanza o de un juego de sociedad.
“¿Se ignora que nuestro arte es un arte cabalístico, es decir, que transmite tan sólo verbalmente y que está lleno de misterios? ¿Serás tan ingenuo como para creer que te enseñaremos abierta y claramente el más grande y más importante de los secretos? Te aseguro que el que quiere explicar con el sentido ordinario y literal de las palabras lo que los filósofos herméticos escribieron, se hallará metido en los meandros del laberinto del que no podrá escapar jamás, pues no dispondrá del hilo de Ariadna que le guíe para salir de allí.”
La Alquimia en las catedrales es el residuo de una gran religión cósmica y titánica que proviene de los misterios sacerdotales de la alta Antigüedad, y que cae en decadencia por el desgaste del tiempo.
La irrupción de la Alquimia en la catedral está ligada a las castas de herreros sagrados, aquellos “hijos del fuego” que trabajaban el metal según un ritual místico y religioso donde la divinidad estaba asimilada a la materia (el trabajo del herrero es considerado en las sociedades primitivas como un acto mágico).
Los árabes son los verdaderos precursores de la alquimia occidental, que prepararon despojando el arte hermético de la pesada carga de las digresiones decadentes. Al mismo tiempo, son los precursores de la Química, de la Física y de la Medicina y, a otro nivel, de la caballería mística occidental. La historia sitúa generalmente los comienzos de la Alquimia árabe en el reinado de los califas omeyas (661-750).
Los constructores de catedrales, filósofos herméticos siempre atentos a ocultar el secreto de su arte, usaron algunas veces de la Criptografía (el arte de escribir en caracteres no aparentes, o desconocidos, o disformes, llamado comúnmente “escritura cifrada” en las obras que redactaron sobre el modo de proceder en las operaciones de la Gran Obra. Ellos son los que inventaron los caracteres alquímicos que están en uso todavía hoy.
La alquimia en las catedrales conforma un misticismo “saturnal”, impregnado de lentitud, de penetración y de concentración, cualidades todas radicalmente extrañas al mundo moderno.
Puesto que la doctrina alquímica de los constructores de las catedrales consiste, en realidad, en un arte puesto en movimiento por las fuerzas superiores, en estados de conciencia no enteramente humanos, es, pues, natural que el secreto de la Gran Obra no pueda trasmitirse, sino que sea privilegio de los Iniciados, que sobre la base de sus propias experiencias, pueden comprender lo que se oculta detrás de la jerga y el simbolismo de los textos alquímicos grabados en la piedra.
La Alquimia es una ciencia oculta; diríamos mejor: es la ciencia oculta por antonomasia, el arcano universal, el sello de lo absoluto, el resorte mágico de las religiones, por cuya razón se la llama el arte sacerdotal o sagrado.
El alquimista parte de una rebelión, que desemboca, después de una primera “muerte” –no debemos tomarlo en sentido literal, aunque tampoco se llama así por casualidad– en una iluminación interior que le revela la verdadera vida, el verdadero mundo y el verdadero lenguaje. Piedra y elixir son una misma cosa para él con formas diferentes. El elixir de la larga vida u oro potable es la reducción de la piedra filosofal al agua mercurial. Para los alquimistas, un metal es tanto más perfecto cuanto más resista la acción de los agentes exteriores. Éste es el caso del oro, y en menor grado, el de la plata.
El hombre puede también transformarse y alcanzar la “inmortalidad” –insistimos, no en un sentido literal, aunque podríamos sorprendernos de la longevidad que puede llegar a alcanzarse-, y convertirse en Adepto. Para ser un verdadero alquimista es preciso apoderarse de los elementos invisibles, atraerlos por sus correspondencias materiales, transformarlos por la fuerza del espíritu. El espíritu, el alma y el cuerpo forman una tríada. No hay azar en la existencia del alquimista.
Viaje de Iniciación al centro de la tierra, descenso a los infiernos, la Alquimia nada tiene que ver, se diga lo que se quiera, con la inmersión en las visiones del inconsciente llevadas a cabo por el psicoanálisis. El alquimista parte de la sublevación y no del conformismo. La aventura del alquimista es total, y pone en juego todo el ser. La paciencia es para él la escalera, y la humildad la puerta de su jardín.
Los enormes intereses que se han instalado sobre los progresos del empirismo científico no toleran de buen grado el aroma de la Alquimia. Acaso sea ya tiempo de volverse hacia la locuacidad fortuita de los pájaros o hacia el lejano equilibrio de los astros. Conviene apercibirse de que todo se produce a su hora, y de que la Alquimia, regresando con gloria, no es un hecho fortuito, sino una necesidad inevitable. La Alquimia y su trascendental filosofía se ofrecen como remedio inesperado a los males del tiempo presente y, en particular, al peligroso malestar que reina en el mundo de los estudios escolares y en el de la universidad.