Arte — 11 de noviembre de 2008 at 00:20

Bibliotecas. La memoria de la vida

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El libro es fuerza, es valor,

es poder, es alimento;
antorcha del pensamiento
y manantial del amor.

Rubén Darío

Si cada día amaneciéramos amnésicos, deberíamos partir dolorosamente de cero para construir nuestra propia historia. Saber de dónde vinimos, quién es nuestra familia, cómo aprendimos a hablar y a comunicarnos, qué tarea emprendimos ayer y qué nos habíamos propuesto conquistar hoy, se convierte en una herramienta crucial para bregar con las situaciones de la vida y borrar un pesado vacío, llenando de experiencia nuestra mochila de caminantes por la vida. Si con cada noche de sueño perdiéramos la rica vivencia del día anterior, viviríamos en un eterno comienzo, sin conocer la sensación de avance.

Para la Humanidad pasa lo mismo. Aprender es evolucionar. Si la Humanidad ha dado grandes pasos, aunque haya habido algunos retrocesos, ha sido gracias a la transmisión del saber.

En esto ha desempeñado un papel importante un gran invento: la biblioteca. Cualquier material ha servido como soporte para plasmar reflexiones que perduraron en el tiempo. Incluso, tal vez algún sistema que no imaginamos guarde todavía este saber. Pensemos en nuestros DVD. Si nuestra civilización se perdiera, ¿qué pasaría si, dentro de miles de años, alguien “descubriera” un resto arqueológico muy interesante, con forma de disco, de color metálico? Los futuros investigadores, ¿llegarían a imaginar que “eso” contiene una voz y una imagen que está contando, pongamos por caso, el Quijote?

Basta echar un vistazo (a un libro) para oír la voz de alguien que quizás murió hace miles de años. El autor habla a través de los milenios de modo claro y silencioso dentro de nuestra cabeza (…). La escritura (…) une a ciudadanos de épocas distantes, que nunca se conocieron entre sí. Los libros rompen las ataduras del tiempo, y demuestran que el hombre puede hacer cosas mágicas. (…) Por el precio de una cena modesta uno puede meditar sobre la decadencia y la caída del Imperio romano, sobre el origen de las especies, la interpretación de los sueños y la naturaleza de las cosas. Los libros son como semillas. Pueden estar siglos aletargados y luego florecer en el suelo menos prometedor (Carl Sagan).

La magia de las letras

La imprenta es un ejército de soldados de plomo
con el que se puede conquistar el mundo.

Gutenberg

La escritura es la base de la existencia de un libro y, por tanto, de una biblioteca. Las nociones abstractas y los objetos cotidianos se representaron con pictogramas, ideogramas y signos fonéticos. A veces se simbolizó un sonido, y otras, una idea, pero siempre, la información estuvo condicionada por el soporte en el que se registraba.

Durante miles de años, los hombres grabaron su escritura con cincel sobre barro y piedra, la rasparon sobre cera o cuero y la pintaron sobre bambú, papiro o seda, pero con una característica esencial: solo una copia al mismo tiempo.

La piedra es el soporte más antiguo de escritura que conocemos. Con él nos han llegado documentos de gran trascendencia, como la Piedra de Rosetta, gracias a la cual se pudo descifrar el lenguaje jeroglífico egipcio, o el Código de Hammurabi, que nos muestra algunas leyes de la antigua Mesopotamia.
Del Próximo Oriente conocemos las tablillas de arcilla, de hace más de 5000 años. Los caracteres cuneiformes se imprimían con un cálamo o un estilete, y fue la escritura usada por asirios y sumerios. Las tablillas se cocían después y quedaban solidificadas. Contenían textos dedicados a astronomía, medicina y matemáticas.

Los escribas del antiguo Egipto fueron, quizás, los más antiguos productores de manuscritos. Escribían sobre papiro, que puede considerarse el antecesor del papel, el cual obtenían a partir del tallo de una planta muy abundante a orillas del Nilo. Fue el vehículo de la transmisión escrita durante más de 3000 años.
China nos ha legado diferentes formatos de libros y soportes para la escritura, como hueso, escamas, madera o seda. Inventaron el papel, la tinta y la impresión con bloques tallados de madera. Esto permitió hacer muchas copias de una obra y distribuirla. Algo había cambiado.

En el siglo XI, Pi Cheng inventó la imprenta con tipos móviles de madera, pero entonces no fue considerado un invento demasiado útil por el elevado número de caracteres diferentes que componen el idioma chino. Gutenberg cambiaría el mundo cuatros siglos después con el mismo invento; sólo tuvo que sustituir la madera por plomo.

En Europa se utilizó el pergamino durante la Edad Media. Aunque lo popularizó la ciudad de Pérgamo en el siglo III a. C., ya existía desde mucho antes. Era un material preparado a partir de la piel de un animal. Por desgracia, era bastante costoso y esto originó la nefasta costumbre de borrar los textos originales para reescribir sobre ellos. De este modo, el Palimpsesto de Arquímedes, por ejemplo, pasó de ser un escrito sobre “uso de medios mecánicos para demostraciones geométricas” a ser una colección de salmos y oraciones de un convento.

El papel no se fabricó en Europa hasta el siglo XII y llegó a través de la cultura árabe, que se había afincado en España. Actualmente, los fabricantes de papel emplean la misma fórmula básica que utilizaron sus antecesores: agua y fibra de celulosa. La diferencia es que el avance tecnológico ha convertido a la industria del papel en un foco contaminante que, además, hace peligrar los bosques.
Antes de 1450 solo había unas cuantas docenas de miles de libros en toda Europa, todos ellos escritos a mano. Cincuenta años después, había diez millones de libros impresos. Cualquiera que pudiese leer podía acceder al conocimiento escrito. Ya nada sería igual.

Biblioteca: un lugar para aprender

Un libro abierto es un cerebro que habla;
cerrado, un amigo que espera;
olvidado, un alma que perdona;
destruido, un corazón que llora.

Proverbio indio

Las bibliotecas fueron los puntos de encuentro donde se reunieron los hombres para estudiar, instruirse, razonar y difundir el saber. Allí se custodiaron muchos conocimientos que sobrevivieron muchas generaciones y que, a veces olvidados, resurgieron con fuerza en momentos distintos de la Historia.
En el antiguo Egipto las bibliotecas se llamaban “Casas de la Vida” y estaban situadas en templos y palacios reales. Los rollos de papiro se conservaban en jarras de barro, cajas de madera, ánforas o estuches de cuero, protegidas con telas. Sin embargo, no se ha descubierto ninguna de estas “Casas de la Vida”, aunque los papiros que conocemos contienen importantes conocimientos sobre ciencias y organización social.

En el siglo VI apareció en el continente europeo un personaje muy importante para el desarrollo posterior de las bibliotecas: san Benito. Fundó el monasterio de Monte Casino y elaboró la regla de su orden, que tendría una importancia decisiva en la actitud de los monjes y de los centros monacales durante la Edad Media. San Benito dio una gran importancia a la lectura y a la copia y conservación de manuscritos. Detalló las horas que debían dedicarse al estudio y a la lectura, y cómo se tenía que organizar el trabajo en los monasterios para poder satisfacer la demanda constante de manuscritos. Las bibliotecas, durante la primera parte de Edad Media, se encontraban casi exclusivamente en los monasterios.

Los árabes crearon bibliotecas impresionantes, dignas de su gran cultura. Fueron ellos los que transmitieron una parte importante de las obras griegas a Europa. Las traducciones del árabe devolvieron al mundo occidental a sus propios clásicos, perdidos muchas veces y recuperados a través de las bibliotecas árabes y bizantinas. El mundo musulmán de entonces tenía un alto nivel de alfabetización y conocían el papel. Además, la mayoría de las mezquitas disponían de una biblioteca y una escuela donde se enseñaba la lectura a partir del recitado del Corán. Las bibliotecas más famosas fueron la de Harun-al Raschid en Bagdad y la de Al-Hakein I en Córdoba.

Con el Renacimiento las bibliotecas se ponen al servicio público. Empiezan a fundarse las bibliotecas nacionales, formadas a partir de las colecciones reales. Los libros de Gustavo Adolfo de Suecia fueron la base de la gran biblioteca de la universidad de Upsala. En Rusia, las colecciones de Pedro el Grande, de Alejandro Souvorov y del conde José Zaluski, de Polonia, sirvieron para fundar la Biblioteca Nacional de Leningrado. En Italia, se fundó la célebre Biblioteca Ambrosiana de Milán, que puede decirse fue la primera biblioteca pública que existió en Europa.

Alejandría: el sueño hecho realidad

Hubo una vez un rey que soñó que las distintas razas y creencias no eran motivo suficiente para separar a los hombres, que las fronteras eran un artificio inútil y que con el avance del saber, toda la Humanidad saldría ganando. Se llamaba Alejandro y conquistó todo su mundo conocido. Su nombre quedó en una ciudad fundada por él al norte de Egipto: Alejandría, la cuna de un sueño que sus sucesores hicieron realidad.

Durante el reinado de Ptolomeo I se construyeron allí el faro, el museo (el edificio consagrado a las musas), que contenía la biblioteca madre, y la biblioteca del templo de Seraphis..
La biblioteca se enriqueció con colecciones famosas y con leyes que favorecían su crecimiento. Todos los viajeros que llegaban debían declarar y entregar los libros que poseían. Después de copiarlos, se devolvían las copias a los propietarios y Alejandría se quedaba con los originales.

Durante siglos, la biblioteca funcionó como un centro de investigación artística y científica, abierto a las mejores mentes de la época, sin restricciones geográficas o raciales. Los Ptolomeos dedicaron grandes sumas a potenciarla. Enviaban a todas partes a negociadores que pudieran hacerse con bibliotecas enteras, bien para comprarlas, bien como préstamo para hacer copias. No había mayor gloria para la ciudad que poseer algún manuscrito desconocido o algún artilugio mecánico, por lo que hicieron lo posible para atraer a su corte a todo hombre ilustrado. Llegó a haber hasta cien personajes de renombre que trabajaban allí con una dedicación total. No había rama del saber que no tuviera su lugar en la actividad de aquellos sabios.

Tenía fuentes y columnatas, jardines botánicos, un zoológico, salas de disección, un observatorio y un gran salón donde se debatían las ideas. Se cree que llegó a albergar hasta 700.000 volúmenes.
Muchos fueron los sabios que se instruyeron en la biblioteca de Alejandría: Hiparco, el astrónomo, Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes, aparatos de vapor y autómatas, Euclides, el matemático, Apolonio de Pérgamo, que demostró las formas de las secciones cónicas, nuestro conocido Arquímedes, el geógrafo Ptolomeo y numerosos nombres propios que han pasado a la Historia por su peso específico, y entre ellos, una mujer excepcional: Hipatia, matemática, astrónoma, y filósofa neoplatónica.

Griegos, egipcios, árabes, sirios, hebreos, persas, nubios, fenicios, italianos, galos e iberos intercambiaban mercancías e ideas con armonía y respeto mutuo en aquella gloriosa ciudad de mármol.

De aquello ya no queda nada. En el año 48 la torpeza humana volvió a hacer su aparición y todo el saber acumulado durante siglos se perdió en poco tiempo. Desapareció por un desgraciado incendio durante la guerra entre Roma y Egipto. El centro cultural más importante del mundo helenístico, que nos hubiera resuelto numerosos misterios sobre nuestro pasado si hubiéramos podido acceder a sus libros, se llevó su gloria al mundo del recuerdo.

La pérdida fue incalculable. En algunos casos sólo conocemos los atormentadores títulos de las obras que quedaron destruidas. En la mayoría de ellos no conocemos ni los títulos ni los autores. Sabemos que de las 123 obras teatrales de Sófocles existentes en la biblioteca solo sobrevivieron siete. Una de las siete es Edipo rey. Cifras similares son válidas para las obras de Esquilo y de Eurípides. Es un poco como si las únicas obras supervivientes de un hombre llamado William Shakespeare fueran Coriolano y Un cuento de invierno, pero supiéramos que había escrito algunas obras más, desconocidas por nosotros pero al parecer apreciadas en su época, obras tituladas Hamlet, Macbeth, Julio César, El rey Lear, Romeo y Julieta (Carl Sagan).

Conservar para renacer

Alejandría entró en la leyenda, pero no fue la primera que tuvo un proyecto de engrandecimiento de la
cultura y la civilización.

Asurbanipal fue un rey guerrero y culto, que gobernó un imperio que se extendía desde Egipto hasta Persia. Siete siglos antes de nuestra era, engrandeció la biblioteca real de Nínive, iniciada por el también monarca Sargón de Asiria, su bisabuelo. Envió a numerosos escribas por todas las bibliotecas de Asiria y Babilonia para que copiaran las obras importantes. Los textos están marcados con una imprecación: “Quienquiera que se lleve esta tableta o inscriba su nombre en ella junto al mío, que Asur y Belit lo abatan con cólera y furia, y que ellos destruyan su nombre y su posteridad en la Tierra”. Tan importante era la conservación de las obras que las ponían bajo protección sobrehumana.

Más de veinte mil de estas tabletas se conservan ahora en el Museo Británico, después de permanecer ocultas hasta 1845. Tratan sobre historia, religión, ciencias, literatura, arte y magia. Gracias a ellas se ha reconstruido una de las obras maestras de la literatura universal, la epopeya de Gilgamesh, que narra el viaje épico de un hombre que busca la inmortalidad.

También hubo una importante biblioteca en Ebla, cerca de Ugarit, en la actual Siria, que ya era un centro muy conocido por contener una amplia colección de archivos diplomáticos y literatura más de mil años antes de nuestra era. En 1975 se descubrieron en el palacio 20.000 fragmentos de tabletas con una especie de signatura en el lomo que las identificaba.

Una de las bibliotecas actuales más antiguas del mundo es la Biblioteca Vaticana de la Santa Sede, que custodia una importante colección de textos históricos.

El papa Nicolás V reunió más de trescientos códices griegos, latinos y hebreos heredados de sus antecesores y fundó la biblioteca en 1448. Añadió también varios manuscritos de la biblioteca imperial de Constantinopla. Importantes colecciones se sumaron al conjunto inicial: la biblioteca palatina de Heidelberg, donada por el duque de Baviera, los manuscritos de la casa ducal de Urbino o los documentos reunidos por la reina Cristina de Suecia. Actualmente, la biblioteca guarda más de 75.000 manuscritos y más de un millón de libros impresos, de los cuales 8.500 son incunables.

A comienzos del siglo XVII el Archivo Secreto Vaticano fue separado de la biblioteca. Muchos estudiosos opinan que contiene documentos históricos importantes para entender la historia occidental europea. Entre otros, allí está el pergamino de absolución de Clemente V a la Orden del Temple (1308), una carta autógrafa de Miguel Ángel (1550), las actas del proceso contra Galileo Galilei (1616-1633), la solicitud de nulidad matrimonial de Enrique VIII que luego dio origen al anglicanismo, etc.

No todo está descubierto

Pero los libros también viajan a lomos de camello. Si pensábamos que todo estaba descubierto, la biblioteca de Tombuctú, en Mali (el cuarto país más pobre del mundo), con más de 3000 manuscritos antiguos en árabe, hebreo y castellano aljamiado, pertenecientes en su mayoría a los siglos XV y XVI, viene a sacarnos de nuestro error.

Con la conquista de Granada por los Reyes Católicos en 1492 finalizó en España el periodo musulmán: siete siglos de más luces que sombras si los comparamos con la Edad Media del resto del continente. El éxodo de los vencidos se hizo retornando al norte de África, pero algunos llegaron más lejos atravesando medio continente.

Las grandes ciudades caravaneras como Tombuctú, se convirtieron en centros intelectuales que atraían a doctores, hombres de fe y sabios desde rincones muy lejanos, por su florecimiento cultural, artístico y religioso. Tombuctú fue un foco cultural y religioso de gran importancia donde crecieron las bibliotecas hasta que las rutas del desierto cayeron en el olvido.

Hasta allí llegó uno de estos exiliados, de apellido Kati, que cruzó el estrecho a mediados del siglo XV con una carga de cuatrocientos manuscritos. A través de los años, la familia conservó y amplió la biblioteca, aunque en varias ocasiones las circunstancias les aconsejaron su dispersión por casas y aldeas para preservarla del saqueo. El fondo Kati contiene ahora unos 3000 ejemplares que versan sobre ciencias, arte, historia y religión. Hay varias bibliotecas más agrupadas en Tombuctú, que están siendo en la actualidad digitalizadas para devolver la vida a sus escritos.

Nuevos tiempos, nuevas formas

Los tiempos han cambiado y las formas también. Hoy todos los volúmenes de cualquiera de las grandes bibliotecas de la Antigüedad podrían caber fácilmente en el disco duro de cualquier ordenador.
La aplicación de la informática al mundo del libro ha modificado nuestro acceso a sus contenidos. Existen programas informáticos para procesar textos, las bibliotecas más importantes son accesibles a través de Internet y se han digitalizado muchos manuscritos y obras de gran valor histórico o artístico. El siglo XXI ha creado el libro electrónico. Se nos facilita enormemente el acceso al conocimiento, aunque somos extremadamente dependientes de un soporte (el ordenador) que sabemos utilizar a nivel de usuario, pero no sabemos arreglar cuando se nos estropea.

El Proyecto Gutenberg fue desarrollado en 1971 con el fin de crear una biblioteca de libros electrónicos gratuitos que ya existen físicamente, a los que se puede acceder a través de Internet.
Con el lema “cortemos los barrotes de la ignorancia y el analfabetismo”, este proyecto ha conseguido poner en la red más de veinte mil libros de la literatura mundial en varios idiomas, gracias a la labor de centenares de voluntarios de varios países, que han puesto al alcance de todos colecciones que se pueden obtener y distribuir de forma gratuita.

La biblioteca nos conecta con las intuiciones y los conocimientos extraídos penosamente de la Naturaleza de las mayores mentes que hubo jamás, con los mejores maestros, escogidos por todo el planeta y por la totalidad de nuestra Historia, a fin de que nos instruyan sin cansarse, y de que nos inspiren para que hagamos nuestra propia contribución al conocimiento colectivo de la especie humana. (…) Si acabo un libro por semana sólo leeré unos pocos miles de libros en toda mi vida, un 0,1% del contenido de las mayores bibliotecas de nuestra época. El truco consiste en saber qué libros hay que leer (Carl Sagan).

 

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