La conmemoración de la fundación de la Academia platónica, hace 2.400 años, nos puede servir para considerar hasta qué punto conocer el pensamiento del más grande entre los filósofos puede servirnos para encontrar respuestas a nuestras preocupaciones, tal como recogimos en esta revista el pasado mes de octubre, con un número dedicado al gran ateniense.
Esta efeméride se ha producido en un momento en que en nuestro país se aprueba una ley de Educación que, entre otras muchas cosas, relega la enseñanza de la Filosofía al rincón de las materias prescindibles o incluso inútiles. Muchos profesores de esta asignatura han señalado la torpeza de dicha decisión, y no precisamente por corporativismo, o conservar sus puestos de trabajo, sino porque se pierde así la posibilidad de que los estudiantes aprendan a pensar, a razonar y argumentar, a preguntarse por las causas de los fenómenos que observamos, o por el sentido de la vida. Un sistema de enseñanza que no concede importancia a la búsqueda de la sabiduría, como objetivo de los aprendizajes, se descalifica por sí solo: se ofrece simplemente adiestramiento para mejor adaptarse a un mundo con sus duras reglas de supervivencia, donde reina la superficialidad.
Frente a tal olvido están los innumerables recuerdos de momentos de iluminación escuchando a nuestros profesores de Filosofía, hablándonos de las propuestas de un Platón, o un Leibniz, o el difícil Kant, y sus maneras de explicarnos al ser humano y el mundo y enseñándonos a transitar por el mundo de las ideas y los conceptos gracias al vuelo de nuestra mente. Todo eso se lo van a perder las nuevas generaciones de estudiantes de Bachillerato, lo cual sin duda ayudará a que se pierdan ellos mismos.