Sociedad — 30 de junio de 2018 at 22:00

Estar fuera y dentro del camino

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Llegando a Santiago, ya en las últimas etapas del Camino de Santiago por Galicia, ocupé parte de mis reflexiones en desarrollar una teoría que me sorprendió a mí mismo. Veamos si puedo explicarla en líneas generales.

Un día, acabada la etapa, ya duchado y con ropa de turista, salimos del albergue que estaba situado junto al Camino. En busca de un establecimiento para comer, caminábamos en sentido contrario a los peregrinos. Pasaban en ese momento algunos hablando entre ellos. Todo el que ha hecho el Camino sabe que el saludo habitual es el de «¡Buen Camino!». Ni ellos me saludaron (obvio, ya que yo no estaba «haciendo el Camino» y no tenía puesta la «ropa reglamentaria»), ni yo dije nada. Pasaron a unos centímetros, pero resulté invisible.

Dejad que libere mi imaginación unos instantes. De alguna forma, al llegar al albergue, había « descaminado » y no era visible para los que seguían en su etapa. Yo había salido literalmente del Camino, física y psicológicamente. Me encontraba en otra dimensión y en otro tiempo. Una poco antes yo estaba caminando, muy cansado tras una larga jornada sobre mis pies y mi espalda. Recuerdo que la última hora se me hizo casi eterna, deseando encontrar el albergue cuanto antes.

Una hora después de la llegada me encontraba relajado, aliviado y ligero. Había recuperado energías con alguna bebida refrescante; me había cambiado el calzado; la mochila, con sus 6 o 7 kilos, descansaba ya junto a la litera (durante las horas que dura la etapa ese peso forma parte de uno). Mi actitud era diferente, mis sensaciones y preocupaciones eran otras. Casi podría decir que ya no era el mismo, o mejor, me había quitado de encima algo más que el peso de la mochila tras acabar mi etapa.

Para los que estéis familiarizados con la filosofía oriental no os sorprenderá que relacione esta anécdota con la reencarnación. Al fin y al cabo, cuando se termina una etapa es como «salir» del Camino en todos los sentidos y pasar a otro mundo. La prueba es que era invisible para los peregrinos con los que me crucé. Al día siguiente, eso sí, volví a vestirme, cargué el peso de la mochila, enfrenté un nuevo recorrido; casi como volver a tomar un nuevo cuerpo, con la oportunidad de tener nuevas experiencias.

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