Historia — 31 de julio de 2017 at 22:00

Embajador en Samarcanda

por
Samarcanda

Al morir Gengis Khan el imperio mongol se divide en una serie de Estados. Uno de ellos es Transoxiana, con capital en Samarcanda, donde Timur Lenk, Tamerlán, sube al poder en 1370. Su imperio se extendía desde Rusia Central a China y desde el norte de India hasta Siria.

Mientras tanto, muy lejos, en la pequeña meseta de Castilla, reina Enrique III. Y, por alguna razón política, decide enviar a dos de sus caballeros en embajada ante el Gran Tamerlán, el cual, «teniendo noticia del poder y grandeza de don Enrique, le envió muchos dones».

El rey castellano no quiere ser menos, y corresponde con una nueva embajada cargada de regalos. Ahora son catorce caballeros; y entre ellos, por suerte para Madre Historia, va un cronista, Ruy González de Clavijo, que va a narrarnos, fascinado, cuanto ve, y de lo que nosotros no podemos hacer sino un breve resumen.

Como es lógico, todo va muy lento. Cinco meses después de su partida de Cádiz todavía se encuentran «en un lugar bien estrecho entre la costa turca y la isla de Tenedos». Creemos que frente a Troya. Allí hacen alto, se alojan en Pera y se presentan al emperador Manuel de Constantinopla, cuyos cortesanos les muestran las joyas arquitectónicas de la ciudad. A Clavijo le queda claro:

«Constantinopla está así como Sevilla, y la ciudad de Pera como Triana, y el puerto y los navíos en medio».

Hechos los preparativos para seguir viaje, botan una galeota, que se interna por el Mar Negro. Pero a los dos días de navegación, una terrible tormenta está a punto de acabar con la embajada, que va a dar a las rocas de la costa turca; lo primero, y a toda velocidad, es sacar a tierra los regalos, «que no se perdió cosa alguna».

Visto cómo están cielos y mares, regresan a Pera a pasar el invierno, y compran una nueva galeota. Con ella siguen viaje hasta Trebisonda, desde donde continúan por tierra, comprando caballos, y pagando tributos a los señores de los territorios que atraviesan, y haciendo amistades con algunos de ellos.

Ya ha pasado un año. Llegan a Khoy, «donde se acaba la Armenia y comienza la Persia». Aquí tienen la suerte de coincidir con el embajador del sultán de Babilonia, que también se dirige a ver a Tamerlán. Este embajador llevaba, entre otros animales, uno que llama mucho la atención de Clavijo, y al que describe minuciosamente: «tiene el cuerpo tan grande como el de un caballo, con los brazos mucho más largos que las piernas, y el pescuezo muy largo, que cuando lo levanta es tan alto que es maravilla». Van todos los animales en «lo que ellos llaman caravana y nosotros recua de bestias». Españolizando, vamos.

Así, buscando a un Tamerlán siempre en campaña, llegan a Soltania, donde encuentran al hijo mayor del emperador. De paso, se asan de calor: «esta tierra es tan caliente que cuando un extranjero va por ella el sol lo toma y lo mata». Le llaman la atención las «conchas de nácares», y Teherán le parece «deleitoso, abastecido y malsano». Y la comida, espantosa, dicho sea de paso.

Aquí se divide la embajada, quedando siete hombres muy enfermos. El resto continúa. Tamerlán les envía un guía y el viaje se acelera, sin descanso, para evitar la muerte, que ven cerca. A veces duermen en almohadas apoyadas en los arzones de las sillas. Aún faltan dos meses de viaje. Otros castellanos se quedan en el camino. Tienen hambre, comen lo que los nómadas, queso agrio disuelto en agua caliente, en la que echan trozos de pan ácimo. A veces, gachas de cebada.

En las estepas de Asia Central vagan dos días por el desierto, otra vez solos, medio muertos los pocos que quedan, hasta dar con un caravasar. Desde allí, con una caravana, llegan al Amu Daria, y allí empieza Samarcanda.

Ocho días tarda Tamerlán en recibirlos, como manda su protocolo, que Clavijo y los pocos castellanos supervivientes emplean en reponerse y reacondicionar los regalos del rey Enrique, que milagrosamente conservan. Por fin, son llevados ante Tamerlán. Hacen reverencia ante él, pero el emperador les hace levantar y acercarse para verlos, porque «era tan viejo que los párpados de los sus ojos los tenía caídos». Los contempló y los mostró a sus caballeros, presentándoles como embajadores de «su hijo el Rey de España, el mejor rey que hay entre los que están al cabo del mundo».

Cargados de presentes y escoltados, regresan. Tres meses después, a los setenta años, muere Tamerlán.

Han sido tres años menos dos meses de viaje.

Gracias, Ruy González de Clavijo, por tu crónica.

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