Arte — 31 de diciembre de 2014 at 23:00

El alquimista

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En este magnífico cuadro de Joseph Wright, pintado en 1770, el tema del Maestro, completando la Obra, se nos ofrece lleno de grandeza. El acto principal se desarrolla en una zona separada del resto, un ángulo, iluminado por la luz que emite el vaso hermético, y que irradia al casi en trance maestro, en un juego de tenebrismo que nos recuerda a Ribera, a Caravaggio y a Latour. Es la manera pictórica perfecta para llevar de inmediato nuestros ojos a lo más importante de la escena. El maestro, arrodillado ante el prodigio, ante la coronación de la gran obra, contempla, no el recipiente, sino el vapor que sale de él: el espíritu, lo inaprehensible. Sobre él, en desorden, los textos consultados, los depositarios de la antigua sabiduría.

En el centro, un pilar sustenta las aristas de las bóvedas. Y en él, un reloj. Un reloj que, casi, marca el centro del cuadro: el tiempo domina el espacio, lo gobierna, nos indica que el momento del trabajo avanza, que no se detiene, que las parcas nos lo tienen medido. Que la conciencia del adepto no se puede detener.

Y en la zona oscura, que recibe solo un residuo de luz, dos personajes de distintas edades. Uno, el de más edad, mira al menor y le señala al maestro. Es el discípulo ya en su camino, seguro de él, que ha recibido parte de la iluminación e indica al niño dónde ha de encontrar la suya.

Y el pequeño, el que inicia su enseñanza, con el rostro lleno de la luz de la ilusión, los ojos fijos en el maestro, atento, con la pluma en la mano dispuesto a anotar todo lo que aprenda. Conocimientos que le serán dados por la vía mayéutica, porque el maestro educirá de él saberes que vienen de muy lejos, dormidos en el fondo de un alma inquieta que anhela despertar.

Aunque lo parece, no es un espacio aislado, cerrado, incomunicado: a la derecha, rompiendo la oscuridad, vemos un pequeño ventanillo redondo, un óculo: también el mundo exterior puede entrar en el recinto de la sabiduría. Pero es pequeño, y está en alto. No es fácil para el de fuera ver lo que ocurre dentro, y mucho menos entrar. Pero ese óculo es el remate de un ventanal. El ventanal sí es grande. Si podemos ver el lugar de la sabiduría, intuirlo, desearlo, el ventanal se abrirá. Entonces seremos el niño. Entonces nos sentaremos tras el maestro y aprenderemos.

¿Qué nos impulsará a ese ventanal? Nuestros propios contenidos cognoscitivos inconscientes. Según la divisa alquímica “solve et coagula”, se disolverán los vínculos psíquicos y se refundirán en la perfección espiritual.

Porque todos somos el niño, Todos buscamos un Maestro.

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One Comment

  1. Gracias. Bonita reflexión.

    Me gustó, en especial, este fragmento: «… no el recipiente, sino el vapor que sale de él: el espíritu, lo inaprehensible».

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