En un mundo de más de 8000 millones de personas, la inmensa mayoría —unos 6800 millones— se identifica con alguna religión. Solo el cristianismo y el islam reúnen a más de 4400 millones de creyentes, y millones más con el judaísmo, el hinduismo, el budismo, nuevas espiritualidades y otras tradiciones espirituales. Esto revela que, nos guste o no, Dios —o lo que se dice, se cree, se niega o se imagina sobre Él— sigue siendo central en la experiencia humana: en nuestros valores, conflictos, consuelos o leyes.
Por ello tenemos que hablar de Dios, pero debemos hacerlo mejor de lo que lo venimos haciendo, con más inteligencia, más escucha, más precisión y más humanidad. Porque «Dios» es una palabra poderosa, pero también frágil: ha sido usada para inspirar justicia y belleza, pero también para justificar violencia y dominación.
Como escribió Jorge Ángel Livraga, fundador de Nueva Acrópolis, en el nombre de Dios se han hecho algunas de las obras más grandiosas de la humanidad: se levantaron los menhires y dólmenes prehistóricos, las pirámides de Egipto, el Partenón en Atenas, la catedral de Notre Dame y los templos de Benarés. Se escribieron textos sagrados como los Vedas, el Mahabharata, los Evangelios y el Corán. Hablaron Sócrates, Lao Tsé, Confucio. Compositores como Bach, pintores como el Greco y escritores como Homero o Shakespeare se inspiraron en lo divino.
Pero también en su nombre se cometieron horrores: se quemó la biblioteca de Alejandría, Tamerlán hizo su pirámide de cráneos y manos, se ejecutó a Giordano Bruno, rodó la cabeza de Tomás Moro, se alzaron las hogueras de la Inquisición y se asesinó a Gandhi.
La antigua fórmula «En el nombre de Dios» no garantiza la bondad. Bajo ella se realizaron tanto las más bellas creaciones como las acciones más oscuras.
Hablar de Dios no garantiza la verdad ni la bondad. Como filósofos, debemos ser prudentes, discernir, no repetir errores, ni profanar lo que no comprendemos. Dios no debe ser pretexto ni adorno, sino misterio e inspiración.
Hablar de Dios no implica creer más o menos, sino pensar mejor: qué decimos, cómo y por qué lo decimos.
Las múltiples formas de entender a Dios
Cuando hablamos de Dios, no siempre nos referimos a lo mismo. La palabra «Dios» puede tener significados muy distintos según la tradición religiosa, filosófica o espiritual desde la cual se mire.
En las religiones monoteístas, como el judaísmo, el cristianismo o el islam, Dios suele entenderse como un ser personal, creador del universo, que lo sostiene y que decide lo que está bien y lo que está mal. Es también un Dios que juzga a los seres humanos en una vida futura. Pero, sobre todo, es un Dios con el que se puede tener una relación: se le reza, se le agradece, se le ama, se le pide ayuda. Es un Dios que escucha, que responde y que acompaña.
Sin embargo, esta no es la única manera de pensar en Dios. Hay quienes creen también en un Dios personal, pero no esperan que intervenga en sus vidas ni que responda a sus oraciones. Y hay muchas otras formas de entender a Dios que son muy diferentes.
Por ejemplo, en algunas religiones orientales, como el hinduismo, Dios puede ser visto como el Todo, una realidad espiritual presente en cada ser (Brahman).
La filosofía ha ofrecido a lo largo del tiempo múltiples visiones de Dios, cada una con enfoques muy distintos. El teísmo clásico, representado por pensadores como Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, concibe a Dios como un ser eterno, perfecto, creador del universo y fuente del bien. El deísmo, especialmente presente en la Ilustración, afirma que Dios creó el mundo, pero no interviene en él, y que no se lo conoce por revelaciones, sino únicamente por la razón. El panteísmo, como el de Spinoza, identifica a Dios con la naturaleza misma, no como un ser personal, sino como las leyes del universo. El panenteísmo, una propuesta más moderna, sostiene que el mundo está en Dios, pero que Dios es más que el mundo: está presente en todo, pero también lo trasciende. Para el existencialismo religioso, como en Kierkegaard, Dios no se demuestra mediante argumentos racionales, sino que se experimenta personalmente a través de la fe. En contraste, filósofos ateos como Sartre o Bertrand Russell sostienen que la idea de Dios no es necesaria para dar sentido a la vida, ya que es responsabilidad del ser humano construir ese sentido por sí mismo.
También existen visiones más esotéricas, como la de Helena Petrovna Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica, quien se inspiró en la sabiduría del antiguo Tíbet y la India milenaria para presentar una concepción impersonal de lo divino. Según su perspectiva, expuesta en su obra La doctrina secreta, Dios no es un ser personal que crea o interviene en el mundo, sino el Absoluto, un principio eterno que fundamenta todo lo que existe. A este principio lo denomina Parabrahman, adoptando de manera ecléctica símbolos y conceptos de diversas culturas. Parabrahman está más allá del tiempo y del espacio, y no puede ser conocido directamente, sino únicamente a través de sus manifestaciones. Es el origen de todo lo que existe, de donde surge el universo en ciclos cósmicos continuos.
Por todo esto, cuando alguien pregunta: «¿crees en Dios?», lo primero que habría que responder es: «¿a qué Dios te refieres?». Porque, según la tradición, la cultura o la filosofía, la idea de Dios puede ser una persona, una fuerza, una energía, una ley universal o incluso algo que no se puede nombrar.
Esta diversidad de ideas sobre lo divino muestra la riqueza —y también la complejidad— del pensamiento humano cuando intenta responder a la gran pregunta: ¿qué hay más allá de todo lo que existe? O formulada de otra manera: ¿qué es ese anhelo de cielo o eternidad que tenemos?
Un debate ejemplar sobre la existencia de Dios
Dos figuras extraordinarias se encontraron en un debate memorable para la BBC en 1948: Bertrand Russell, matemático y filósofo, y Frederick Copleston, filósofo y sacerdote jesuita. Fue un encuentro entre dos hombres inteligentes, que discutieron con rigor y respeto una de las preguntas más profundas que puede hacerse el ser humano: ¿existen razones válidas para creer en Dios?
Copleston propuso el argumento de la contingencia. Señalaba que todo lo que existe parece depender de otra cosa: una silla existe porque alguien la hizo, con madera que proviene de un árbol, que a su vez germinó de una semilla, y así sucesivamente. Si seguimos esta cadena de causas, decía Copleston, debemos llegar a un ser necesario, algo que no dependa de nada más y que exista por su propia naturaleza. Para él, ese ser es Dios. Esta postura se alinea con la tradición de los grandes filósofos deístas de la historia.
Para entender esta idea, imaginemos que todo lo que existe puede explicarse por otra cosa. Pero si esa cadena de explicaciones no tiene un comienzo, si sigue al infinito, en realidad no estamos explicando nada. Siempre faltaría «el primer motor», algo que no necesite explicación pero que pueda dar sentido a todo lo demás.
Tomás de Aquino lo llamó una serie jerárquica de causas, y se puede ilustrar con ejemplos simples. Pensemos en una serie de enchufes conectados entre sí: no importa cuántos haya, si el primero no está enchufado a una fuente real de energía, nada funcionará. El físico Stanley Jaki propuso una imagen parecida: imagina una fila infinita de libros, donde cada uno es una copia del anterior. Aunque haya millones de libros, no sabremos nada del contenido hasta que alguien escriba el primero. Necesitamos un autor.
Esto nos lleva a una idea clave: no basta con una cadena de causas o explicaciones. Hace falta una razón última, algo que esté fuera del sistema y que pueda darle sentido. Y eso, tradicionalmente, es lo que se ha llamado Dios.
Ahora bien, esto no significa que estemos hablando de un «Dios artesano» que construye planetas como quien fabrica casas. La idea es más profunda: una fuente eterna y atemporal. Como dijo Stephen Hawking en Historia del tiempo, sería el fuego que da vida a las ecuaciones.
Russell no aceptó el argumento. Respondió que no veía por qué debía aceptar la idea de un ser necesario. Para él, el universo simplemente existe, sin necesidad de una causa última o trascendental. Cuestionó también la lógica del argumento: ¿por qué asumir que la cadena de causas debe tener un primer eslabón? ¿Por qué no pensar que el universo, con todas sus causas y efectos, simplemente es?
Russell argumentó que, aunque todo hombre tiene una madre, no se sigue de ahí que la humanidad entera tenga una madre. De la misma manera, no tendría sentido preguntar por la causa del universo como si fuera una cosa más entre las cosas.
No obstante, también se puede argumentar lo contrario: si tratamos al universo como un objeto físico —como hacen la cosmología y la física moderna, que lo describen con modelos científicos al igual que a las estrellas o a los átomos—, entonces es legítimo preguntarse por su causa. Al fin y al cabo, si aceptamos que el universo tiene existencia física, observable y mensurable, no hay razón para excluirlo de la pregunta por el origen.
Lo más interesante del debate no fue quién «ganó», porque no se trató de eso. Ambos llegaron al fondo de sus posiciones con el objetivo de clarificar sus ideas. Copleston no se refugió en la fe: explicó racionalmente por qué creía en Dios. Russell no recurrió al cinismo: razonó por qué no veía necesaria esa creencia.
Entre frases calmadas, argumentos bien elaborados y silencios significativos, ofrecieron una de las conversaciones más limpias y profundas que ha dado la filosofía moderna. Las preguntas permanecieron abiertas: ¿creer en Dios es una postura racional o irracional? ¿Es legítimo pensar que hay un fundamento último para el universo?
Ninguna de esas cuestiones se resolvió aquel día, pero algo quedó claro: es posible discutir asuntos tan fundamentales sin perder la cabeza, el respeto ni la profundidad intelectual.
Argumentos sobre la existencia de Dios
Una de las inquietudes más usuales es acerca de los argumentos a favor y en contra de la existencia de Dios. Hay muchísimos, tantos que sería imposible presentarlos todos en este artículo de divulgación.
A favor: argumento ontológico, argumento cosmológico, argumento teleológico, argumento moral, argumento de la experiencia religiosa, argumento de los milagros, argumento de la contingencia, argumento del deseo, argumento de la razón…
En contra: argumento del mal, argumento de la incoherencia del concepto de Dios, argumento del ocultamiento divino, argumento naturalista, argumento del error religioso, argumento evolutivo de la religión, argumento de la carga de la prueba, argumento de la pluralidad religiosa…
Aquí voy a enfocarme en el que creo que es el más popular y el que genera más controversia en la actualidad.
Una versión del argumento teleológico
El argumento teleológico, también conocido como argumento del diseño, parte de una intuición muy humana: la impresión de que el universo parece estar hecho con un propósito, como si alguien lo hubiera diseñado con una intención.
Cuando observamos la naturaleza, es difícil no maravillarse con su complejidad y su aparente orden. El ojo humano, por ejemplo, está formado por partes que trabajan en perfecta coordinación: la retina, el cristalino, el iris, los nervios. Si una sola de estas partes falla, la visión no funciona. ¿Es todo esto producto del azar? ¿O hay algo más?
Esta idea no es nueva. En la filosofía griega antigua, pensadores como Platón y Aristóteles ya hablaban de un principio organizador en la naturaleza. Pero uno de los ejemplos más influyentes llegó mucho después, en el siglo XVIII, con el teólogo inglés William Paley.
Paley propuso una analogía famosa: imagina que vas caminando por el campo y encuentras una piedra. Podrías pensar que siempre ha estado ahí, sin más. Pero si encuentras un reloj, con sus engranajes, manecillas y piezas que funcionan juntas para marcar la hora, asumirías que alguien lo diseñó. ¿El universo es más complejo que un reloj?… ¿No sería razonable pensar que también tuvo un diseñador?
Este argumento ha recibido muchas críticas, especialmente a partir de la teoría de la evolución por selección natural, desarrollada por Charles Darwin. Esta teoría propone un mecanismo simple pero poderoso: en una población con pequeñas variaciones entre individuos, la naturaleza selecciona a los más adaptados al entorno.
Un ejemplo claro es el del oso polar. Imaginemos un grupo de osos marrones viviendo en un paisaje nevado. Al ser tan visibles, sus presas pueden detectarlos fácilmente. Pero si por alguna mutación nace un oso con pelaje blanco, este tendrá una ventaja: se camufla mejor, caza con más éxito, vive más tiempo y tiene más crías. Con el tiempo, esa característica se vuelve común en la especie.
Así, la ciencia ha demostrado que muchas características complejas de los seres vivos pueden surgir sin necesidad de un diseño previo, simplemente por acumulación de pequeñas ventajas a lo largo del tiempo.
Aun así, la teoría de la evolución presenta varias lagunas, especialmente al intentar explicar la aparición repentina de la mayoría de las formas de vida actuales durante la llamada Explosión Cámbrica, ocurrida hace aproximadamente 550 millones de años. En un corto periodo geológico, de unos 20 a 25 millones de años, surgieron de manera relativamente rápida la mayoría de los principales grupos de animales (filos) que existen hoy, lo cual resulta sorprendente si se considera que, antes de ese periodo, el registro fósil solo muestra organismos muy simples. Además, hay otras épocas en las que apenas se observan mutaciones o cambios significativos, lo que actualmente no se atribuye únicamente a fallos en el registro fósil. Por ello, la teoría evolutiva continúa generando tanto adhesiones como críticas.
El universo y el ajuste fino
En los últimos años, el argumento del diseño ha evolucionado. Ya no se centra tanto en los seres vivos, sino en el universo mismo. Surge así la idea del ajuste fino de la observación de que muchas constantes físicas tienen valores increíblemente precisos. Por ejemplo, la gravedad o la carga del electrón poseen exactamente los valores necesarios para que existan estrellas, planetas y vida. Si esos valores fueran apenas distintos, el universo sería radicalmente diferente… o incluso inviable para la vida.
Gracias a los avances en simulación computacional, hoy es posible modelar universos alternativos con pequeñas variaciones en las leyes físicas. En la mayoría de esos modelos, los resultados son universos estériles: no se forman partículas fundamentales, no hay estrellas o no se generan elementos pesados. Al estudiar el universo en detalle encontramos un nivel de ajuste tan fino que sorprende incluso a los científicos más escépticos.
Un ejemplo fascinante es la formación de carbono y oxígeno en el interior de las estrellas. Estos elementos esenciales para la vida se generan mediante procesos físicos que requieren una coordinación extremadamente precisa. Este hecho impresionó tanto al físico Fred Hoyle —quien inicialmente era ateo— que llegó a afirmar que el universo parecía mostrar signos de diseño inteligente.
El astrofísico Martin Rees, en su libro Antes del principio (1999), señala que hay un equilibrio delicado entre fuerzas fundamentales, masas de partículas y constantes físicas. Este nivel de precisión lleva a una pregunta inevitable: ¿es todo esto casualidad o hay algún tipo de intención detrás?
Una respuesta común es decir: «No deberíamos sorprendernos de que el universo permita la vida, porque si no lo hiciera, no estaríamos aquí para preguntarlo». Es cierto, pero esta idea —conocida como el principio antrópico— no resuelve el enigma. Nuestra existencia no explica por qué el universo tiene justo las condiciones que permiten esa existencia. Decir simplemente «¡qué suerte!» puede ser emocionalmente comprensible, pero no es una explicación científica o filosófica sólida.
Para ilustrar esta idea, Martin Rees retoma un ejemplo del filósofo John Leslie: imagina que estás frente a un pelotón de cincuenta tiradores de élite. Todos disparan, pero ninguno te acierta. Técnicamente, si cualquiera hubiera dado en el blanco, no estarías allí para contarlo. Pero… ¿te parecería suficiente pensar que fue pura suerte? ¿O te preguntarías si hubo una razón para que fallaran todos? ¿Quizás alguno de mis amigos les ha sobornado a todos? O ¿están enamorados todos de mí?…
Del mismo modo, el hecho de que vivamos en un universo tan afinado para la vida plantea una pregunta profunda: ¿es todo una coincidencia extraordinaria… o hay un propósito detrás?
A pesar de las objeciones, el argumento teleológico sigue siendo uno de los más intuitivos y populares. No intenta probar a Dios desde definiciones lógicas como el argumento ontológico, ni desde causas primeras como el argumento cosmológico. Más bien, parte de la experiencia cotidiana: ver orden y propósito en lo que nos rodea. Para muchas personas, esa armonía en la naturaleza es más que una coincidencia. Es una pista. Una huella. Una señal de que tal vez, detrás de todo esto, hay una mente que pensó el mundo antes de que existiera.