Ciencia — 5 de agosto de 2009 at 07:01

Galileo, el rebelde disputador

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«No me siento obligado a creer que un Dios que nos ha dotado de inteligencia, sentido común y raciocinio, tenga como objetivo privarnos de su uso» (Galileo).

¿Cómo veríamos el cielo si no hubieran existido hombres como Galileo? ¿Sabríamos que vamos navegando por el espacio estelar a bordo de una gran bola que da vueltas mirando al Sol?

En este 2009, Año de la Astronomía, podemos encontrar una buena excusa para acercarnos otra vez a la figura de Galileo Galilei.

Como buen renacentista, Galileo (nacido en 1564 en Pisa) mostró interés por todas las artes y ciencias en general. Su padre, músico por vocación y comerciante porque tenía que sobrevivir, le inculcó este amor por el saber. Pero en lo que destacó realmente fue en física y en astronomía, campos en los que desbrozó caminos que consolidaron otros después.

De su padre no solo heredó su gusto por la música, sino también su espíritu combativo y su carácter independiente, haciendo suya la idea paterna de que aquellos que persiguen la verdad no deben basarse en argumentos de autoridad para mantener sus afirmaciones, sino buscar razones que las apoyen sin claudicar ante adulaciones.

Aunque su padre lo estimuló para que iniciara estudios universitarios de medicina, no le retiró su apoyo cuando Galileo percibió claramente su pasión por las matemáticas una vez dentro de la universidad. Descubriendo a Platón, Pitágoras y Arquímedes, aparecieron ante él nuevos desafíos. Por ser el mayor de siete hermanos, durante una parte de su vida tuvo que preocuparse de los menores, además de los tres hijos propios que tuvo.

Siendo todavía muy joven, una lámpara que oscilaba en la catedral de Pisa puso en marcha su imaginación. Los ojos del buscador inquieto se distinguen de los del hombre común en que, aun mirando hacia el mismo objeto, ven otras cosas que desencadenan un proceso de intuición y razón que desemboca en una idea genial. A partir de esta lámpara, Galileo iba a sacar a la luz las leyes del movimiento pendular y las del movimiento acelerado.

Otras parcelas de la física fueron también objeto de su interés, o tal vez podríamos decir de su apasionamiento, como el estudio de las trayectorias de los proyectiles o las estructuras de los imanes. Se le puede considerar el fundador de dos ciencias que hoy llamamos Dinámica y Resistencia de materiales, debido a los resultados que obtuvo en sus investigaciones sobre mecánica, los cuales fueron publicados a lo largo de su vida. Estos estudios fundamentaron el trabajo posterior de algunos científicos de la talla de Newton, por ejemplo.

Aunque nosotros le valoramos especialmente por el perfeccionamiento del telescopio, Galileo se pasó toda su vida inventando o mejorando aparatos que hacían cosas interesantes y prácticas, como la balanza hidrostática para la determinación de pesos específicos, el pulsómetro (que proporciona una escala de tiempo para medir el pulso), un termoscopio, una máquina para elevar agua, un reloj astronómico y algunos otros mecanismos de aplicación militar. Llegó a establecer un taller donde se construían brújulas, termómetros y otros artilugios.

En 1609 llegó a oídos de Galileo que un holandés había presentado en la corte un nuevo instrumento óptico, una especie de anteojo avanzado, que había conseguido uniendo una lente cóncava y otra convexa. Este invento hacía que los objetos distantes parecieran más cercanos. Inmediatamente, Galileo se dio cuenta de la gran importancia práctica que suponía y lo buscó ansioso por los mercados de Venecia.

Lo que empezó como un mirar curioso de objetos que se compran y se venden, terminó siendo el comienzo de una gran aventura, para Galileo y para todos los buscadores de verdades que llegaron después. Aquello que fue casi un juguete al principio, se transformó en manos de Galileo en un telescopio, palabra mágica para la ciencia desde su aparición.

En seguida, Galileo se puso manos a la obra. Perfeccionó el objeto encontrado y consiguió superarlo con creces en su uso, pues al contrario que el holandés, su telescopio no deformaba la imagen y conseguía un aumento muy superior de hasta seis veces el tamaño real.

Con él pudimos acercarnos a miles de kilómetros y ver cómo eran esos extraños gigantes que pueblan el cosmos y nos acompañan en nuestro viaje espacial, viajeros acompañantes que despiertan nuevas preguntas: ¿somos los únicos en el universo? ¿Nos rigen las mismas leyes? ¿Esta perfección puede haber sido fruto del azar?

Estas son las cuestiones que desencadenan el torrente de ideas, hipótesis y reminiscencias que afloran, en un momento dado, en la conciencia de algún personaje con suficiente relieve, como Galileo, capaz en su momento histórico, con sus medios y con sus contemporáneos (que a veces son la mayor de las dificultades), de abrir una puerta por la que mirarán todos los que lleguen detrás.

A Galileo le gustaba ir de excursión por el cielo: la Luna, Saturno, Júpiter… Una vez que hizo su primera visita, ya nada lo libró de su paseo cotidiano por el firmamento. Pronto descubrió que la Luna tenía montañas, que la Vía Láctea era una agrupación innumerable de estrellas y que algunas estrellas visibles son, en realidad, cúmulos de estrellas. Contó las estrellas de Orión, descubrió los cuatro satélites de Júpiter (hoy llamados galileanos en su honor), estudió las manchas solares y vio que hay algo alrededor de Saturno que no lograba definir. Cincuenta años más tarde, con instrumentos más sofisticados, sabríamos que son los anillos que lo rodean. Observó que Venus presenta fases, como la Luna, vio cometas y novas, y nos mostró por primera vez sus descubrimientos de un cielo inexplorado. ¿Por qué no concederle, entonces, el bien merecido título de «padre de la astronomía moderna»?

Seguramente, un Galileo habría existido de todas maneras. Tal vez se hubiera llamado de otra forma, o podría haber tenido otra apariencia, pero la pregunta que surge dentro del ser humano, pulsando fuerte para que la hagamos caso, siempre ha sonado: ¿qué hago aquí, en medio de esta inmensidad?, ¿para qué he venido?

Galileo no cesó en su empeño por desentrañar los secretos que el cielo escondía. Pero los científicos son humanos, tienen defectos y a veces se equivocan, lo cual no quita validez a sus descubrimientos.

Entre las virtudes de Galileo no parece haber estado la diplomacia, y tampoco parece haberse esforzado en adquirirla, lo cual le originó algunos quebraderos de cabeza. Ya en su época de universitario, tuvo que pagar varias multas por no querer adoptar la indumentaria establecida, que consideraba que entorpecía sus movimientos, lo cual defendió bastante combativamente a través de un panfleto.

Esta faceta de su carácter no le ayudó precisamente cuando sus descubrimientos, que él quiso sostener a toda costa, chocaron con las verdades establecidas por la Iglesia católica, que decidía lo que era verdad y lo que no. En un mundo geocéntrico, con las hipótesis copernicanas bajo sospecha y prohibidas, cada descubrimiento de Galileo, fruto de la observación directa de los cielos, contradecía la verdad vigente.

Durante mucho tiempo y debido a su pericia al escribir, ridiculizó a sus oponentes, con brillantez y con mucha imprudencia, lo cual le granjeó muchos odios. Al final de su vida, el cardenal Bellarmino, el mismo que había dirigido el tribunal que condenó a la hoguera a Giordano Bruno, dirigió también su juicio inquisitorial. Galileo, ante el riesgo de ser torturado y  condenado a muerte, se retracta públicamente de sus convicciones: «abjuro, condeno y detesto los dichos errores y herejías…».

No sabemos si llegó a decir: «Y, sin embargo, se mueve». Fuera pronunciada realmente esta frase o no, la Tierra y los demás cuerpos siderales siguieron sus rutas ancestrales sin tener en cuenta las disputas humanas al respecto. Pocas frases se habrán repetido en tantas bocas como esta, y pocas tan impregnadas de esa rebeldía natural del hombre ante las trabas artificiales que intentan restringir su capacidad para analizar el mundo que le rodea y preguntar: «¿por qué?».

Las leyes naturales continúan ejecutándose matemáticamente, indiferentes a lo que los humanos decidamos sobre ellas o a nuestro conocimiento o ignorancia de las mismas. Esta es su maravilla: están ahí, funcionando, y seguirán haciéndolo sepamos o no sus secretos. Pero es evidente que nos iría mejor si en vez de dedicar tanto esfuerzo a alterar la naturaleza, lo dedicáramos a oír su callada melodía y ponernos al ritmo de sus pasos. Después de todo, la Tierra es nuestro alojamiento y, aunque está bastante claro que nosotros no podemos vivir sin ella, es también probable que ella pueda vivir sin nosotros.

«Todas las verdades son fáciles de entender, una vez descubiertas. El caso es descubrirlas» (Galileo).

Generosa actitud la del científico de vocación: ver para que otros vean, comprender para que otros comprendan. Nada tan fértil como la imaginación cultivada de un hombre con sentido de trascendencia, de búsqueda interior, de preguntador de porqués: la actitud del filósofo.

Como a otros de su talla que nos precedieron: gracias, Galileo.

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