Historia — 1 de marzo de 2009 at 13:08

Cristina de Pizán

por


Preludio

 

¡Cristina! ¡Ah, Cristina! ¡Qué sola te encontraste! ¿Recuerdas? Sola, joven, viuda, y lo peor: ¡mujer! Nunca imaginaste que la vida te iba a regatear de aquella manera la felicidad que te había concedido. Pero, cuéntanos, ¿te aplastó el peso de tus desgracias?, ¿emergiste por encima de tus dificultades, como las heroínas? No te creías capaz de ello, ¿verdad? Y, sin embargo, te sobrepusiste a tus circunstancias para ejemplo de muchas mujeres.

Porque yo lo sé… Te hablo desde el futuro…, y por eso conozco tu historia. ¿Nos la quieres contar?

–¿Quién me convoca después de tantos siglos de sueño? ¿No me habíais olvidado? ¿Todavía os interesa saber mi historia? Está bien, tal vez me recordaríais mejor si os cuento mi relato.


Una biografía medieval

 

 

Me llamo Cristina. Me apellidan Pizán o Pisan indistintamente por la diferencia de fonética entre los dos países en los que viví; fui italiana de nacimiento pero francesa de adopción. ¡Qué diferente vuestro tiempo al que me vio a mí nacer! Tal vez no sepáis que durante mi vida fui una escritora reconocida. Lo fui por vocación y por necesidad. Hoy me llamaríais «feminista». Pero claro, las reivindicaciones que hoy exigís las mujeres distan mucho de las que me tocó conquistar a mí. ¡Hace ya tanto tiempo!

Veréis, yo nací en el año 1364, en Venecia. Mi madre siempre quiso estimular mi dedicación a las tareas propias del hogar, pero nada podía hacerme más feliz que seguir los pasos de mi padre, de mi docto padre. Se llamaba Tomás y de él heredé mi curiosidad intelectual y mi interés por el estudio. Aunque mis dos hermanos menores fueron varones, ninguno de ellos se parecía tanto a él en su afán de saber.

Mi padre abandonó la tierra italiana al ser reclamado por Carlos el Sabio, el rey cristiano de Francia que quiso tenerle a su lado y que vosotros conocéis por Carlos V. Yo tenía cuatro años de edad cuando toda mi familia fue acogida calurosamente en el Louvre. Cuando fuimos presentados en la corte francesa no podía yo sospechar que un día escribiría la vida de aquel rey al que tanto respeté. Fue un príncipe al estilo renacentista que hizo entrar en lo que en vuestro tiempo es la Biblioteca Real de París, unos mil libros, entre ellos, las obras de Aristóteles y algunos tratados de cosmografía.

Siempre otorgó el buen monarca grandes favores a mi padre Tomás, que fue su asesor, su médico, su astrónomo, su leal y fiel consejero. Nunca permitió que faltara nada en la mansión de su amado súbdito. Por esta razón vivíamos muy holgadamente en aquella época. Le obsequió con valiosos manuscritos e, incluso, le regaló la torre Barbeau, que formaba parte de las murallas que rodeaban París y de la que hoy podéis ver algunos vestigios. También adquirió mi progenitor el castillo de Mémorant. Fueron aquellos, tiempos sin reproches ni ofensas, en los que gocé de privilegios que difícilmente hubiera podido tener una muchacha cualquiera de clase media, y que me otorgaron el equilibrio y el coraje necesarios para sobrellevar las duras pruebas que vinieron después.

Fue una infancia la mía del todo feliz, vivida en una atmósfera de curiosidad científica y de esplendidez real en la que llegué a asistir a suntuosas recepciones, y en la que pude acceder al estudio. Mi conocimiento del latín me abrió las puertas del mundo de los clásicos y de las Sagradas Escrituras, y pude acceder al campo privado de los varones ilustres: la teología, la filosofía, las ciencias.

Vivía yo alegre, entregada a las lecturas y admirada cuando, a los quince años, me casé con Etienne Castel, notario y secretario del rey. No penséis que fue un matrimonio como tantos otros, pactado y sin encanto. No. Le amé apasionadamente y con él tuve tres hijos.

Sin embargo, Fortuna, que tan generosa había sido conmigo hasta entonces, decidió dejar la puerta abierta a mis infortunios en el momento de mayor felicidad conyugal. En diez años cambió mi suerte y también la de Francia.

El buen rey murió en 1380. El reino quedó huérfano de guía valiente y sabio. Dardos y jabalinas sustituyeron a libros y astrolabios. Mi amado padre moriría pocos años más tarde cubierto de deudas. Nadie en el entorno del nuevo rey se preocupó de prolongar el favor de que había gozado. Su asignación quedó suspendida. Insistieron en reclamarle alquileres por sus propiedades, y algunos se enfrentaron a él y le difamaron. Mi adorado esposo pudo conservar su cargo, pero los sueldos de los oficiales reales se pagaban de forma muy irregular, sobre todo, en un periodo de escasez fiscal como aquél. Aunque el nuevo rey, Carlos VI, se acordó más tarde de «su amado cirujano, el maestro Tomás de Bolonia» y le asignó 200 francos de oro por consideración a los servicios prestados, no pudimos con aquello más que cancelar las deudas más urgentes.

Poco antes de la muerte de mi padre, Etienne, mi marido, tuvo que acompañar al rey en un viaje. Nos despedimos el 29 de octubre. ¡Fortuna caprichosa! Nunca más le volví a ver. Diez días más tarde la peste me lo arrebató para siempre.

Sin rey, sin padre, sin esposo, me quedé sola, me vestí de negro, deseé morirme de la pena. Duelo sobre duelo, negro sobre negro, yo, viuda a los 25 años, me encontré con tres hijos que alimentar, la mayor de 9 años, el dolor de perder a un hijo recién nacido, el deber de mantener a mi madre, la tarea de sacar adelante a una sobrina pobre a la que había acogido en mi hogar y la responsabilidad que suponían mis dos hermanos menores. Cabeza de familia siendo mujer. Mucha carga para tan frágiles hombros… ¿O quizá no?

Tomé una resolución. Alguien tenía que tomar las riendas de la situación y, si no había otro alguien, lo haría yo.

Convinimos que mis dos hermanos, franceses de nacimiento, prudentes y de buena vida, fueran a probar suerte a Italia, donde mi padre poseía algunos bienes en Bolonia. En aquella época, semejante separación implicaba que no nos volveríamos a ver y fue una dura prueba por la que me lamentaba a Dios, al ver a mi madre sin sus hijos queridos y a mí sin hermanos.

Tomé la dirección de la casa. Pero la repentina desaparición de mi esposo me había dejado totalmente indefensa, obligada día tras día a pelear contra acreedores sin escrúpulos y a entablar un proceso judicial que duró trece años para recuperar los atrasos debidos a mi marido por la Corte de Cuentas.

Ninguna afrenta a la que podía estar expuesta una mujer sola me fue evitada, ninguna dificultad compartida, ningún impedimento alejado.

Hubo un tiempo en que se me demandaba judicialmente en cuatro tribunales de París para negarme el patrimonio que mi marido había comprado. Todavía recuerdo cada ocasión que pasé en aquellas salas, cómo aquellas gentes, llenas de vino y de grasa, se burlaban de mis pretensiones. ¡Yo, una mujer, pretender que se me restituyeran los bienes que legítimamente me correspondían, sin más argumento que el de la justicia!

Pero una mujer que no se siente culpable por estar viva, y una madre que tiene la obligación de velar por sus hijos, no se arruga fácilmente, aunque tenga que pasar por encima de todas las convenciones sociales, aunque tenga que enfrentarse, con un abrigo cada vez más deshilachado, a la prepotencia de unos ignorantes. Por eso insistí y, con el corazón encogido por dentro y la dignidad en la mirada por fuera, acudí una y otra vez acompañada de la razón, sobreponiéndome a las miradas de soslayo que mi condición femenina provocaba en una sala de hombres de un mundo de hombres.

Aquel duro y largo periodo de juicios y pleitos, de tribunal en tribunal, lleno de respuestas dilatorias, de palabras desdeñosas y miradas insolentes, me produjeron un dolor difícil de comprender para quien no lo experimenta. Mi suerte dependía del concienzudo estudio de una causa de la que nadie se preocupaba.

Aprendí, a través de tan dura experiencia, que se puede ser difamada sin ninguna razón; llegaron a decir que yo tenía amores culpables, ¡yo, que pasé años y años llorando la ausencia de Etienne! Sus mentes estrechas no podían concebir las idas y venidas de una joven viuda si no se asociaban a relaciones inconfesables. Pero yo no dejé por eso de reclamar mis derechos y, ante los nombres que me asociaban, siempre respondí: «Dios, él y yo, sabemos bien que no hay nada», aunque confieso que me sentí irritada y sufrí mucho en algunos momentos, hasta el punto de desear la muerte.

Pero había que comer mientras tanto y, seguramente por inspiración del destino, empecé a escribir, liberando así una energía que latía en mi interior, ya que los recuerdos de mi marido y la gran soledad en que me vi sumida fueron estímulos que me indujeron a la escritura de forma sistemática y organizada. En vuestro tiempo, dicen algunos que se me puede considerar la primera mujer escritora profesional. Con mi pluma, logré alimentar a mi familia. Todavía conserváis treinta y siete obras de las que yo escribí. También me podríais llamar editora porque copié asimismo mis propias obras y velé para que las adornaran adecuadamente con hermosas miniaturas. Os recuerdo que el privilegio de publicar simultáneamente varios ejemplares de una misma obra no existió siempre.

Lo más sorprendente es que empecé a adquirir cierta fama y que mi nombre traspasó las fronteras de Francia a través de mis escritos, hasta el punto de que gentes de calidad me reclamaron a su lado. ¿No es curioso el capricho de la rueda de la fortuna cuando le da por girar?

Fue la celebridad de mi poesía la razón por la que un gran señor inglés se fijó en mí. El conde de Salisbury me hizo un ofrecimiento que alivió mis angustias de madre. Me propuso enviar a Inglaterra a mi hijo mayor, Juan, de doce años como el suyo, con la promesa de recibir una educación de caballero. Yo no podía pretender algo mejor para quien había perdido tan pronto el sostén de un padre. Esto valía la tristeza de una separación.

Pero Fortuna no pregunta cuándo queremos que cambie su dirección y así, sin avisar, recibí un escueto mensaje: «El rey de Inglaterra ha sido depuesto. Salisbury ha sido hecho prisionero». Una nueva dinastía, la de los Lancaster, suplantaba en el trono a los Plantagenet y el protector de mi hijo, benevolente caballero y elegante poeta, no sobrevivió al cambio.

¡Otra vez mi dolor de madre!, ¡otra vez! Mucho tiempo me consumió la inquietud de no recibir noticias de mi hijo. Afortunadamente, el nuevo rey, que yo nunca consideré legítimo, apreciaba mis poemas y, por ello, mantenía en buen estado a Juan a su lado. Más aún, el rey me invitó a instalarme en Inglaterra, donde preveía que mis dotes poéticas serían apreciadas.

Pero yo sólo deseaba que mi hijo volviera a Francia. Viendo cómo estaban las cosas, tuve que fingir estar a sus órdenes para poder recuperarle. Por fin, gracias a Dios, conseguí que regresara. ¡Mi hijo!, mi único varón porque, durante su ausencia, al otro, ¡cruel destino!, me lo llevó también la muerte. ¿Cómo describir entonces la alegría de verle después de tres años sufriendo la incertidumbre de no saber si estaba vivo? Era mi tesoro junto con mi hija, que entonces estaba de novicia en un convento.

Cambiaban los planes que la vida me proponía y yo bregaba por adaptarme a su ritmo. Aunque reclamé la protección de grandes señores para mi vástago sólo se perfiló una esperanza cuando el primer duque de Milán me ofreció una renta perpetua si me trasladaba con mi familia a Italia. Nuevamente, el viraje brusco de Fortuna: el duque fue asesinado cuando ya estábamos en puertas de iniciar el viaje.

Nos tuvimos que quedar en París. Al menos, me quedó la satisfacción de haber permanecido fiel a lo que era justo, sin caer en la tentación de un fortuna fácil, más allá del mar, siendo poetisa oficial de un usurpador desleal y, por añadidura, hostil a mi país.


Obras

 

 

Tuve ocasión de escribir bastantes obras. Algunas, con tintes autobiográficos, en especial, L’Advision de Christine, y El libro del cambio de fortuna; otras en las que reflejé claramente mi visión de la política y de los acontecimientos de la época; algunas más en las que incluí descripciones que hoy os sirven para conocer algunas costumbres de entonces. También reflejé en mis escritos la admiración que me produjeron algunos personajes contemporáneos míos. Os recuerdo que soy la única escritora que relató los grandes sucesos provocados por Juana de Arco estando ella viva. Y también salieron de mi pluma muchos, muchos versos, y muchos consejos pedagógicos para la formación de hombres y mujeres, con los que fomentaba el cultivo de las virtudes y alertaba contra la ignorancia y el miedo, dos enemigos terribles. Pero, sobre todo, escribí defendiendo el derecho de la mujer a ser considerada un ser humano con conciencia, sensibilidad y cabeza para pensar. No os podéis ni imaginar el revuelo que provoqué entre los intelectuales de la época y entre los universitarios de París con mi osadía. Hasta los prelados me llamaron la atención, aunque ahora, ¡parece todo tan lejano!

El duque de Borgoña, Felipe el Atrevido, se mostró muy interesado por mi obra y me expuso su deseo de que emprendiera una narración del reinado de su hermano, el desaparecido Carlos V. Constituyó un gran honor para mí, un extraordinario gesto de confianza hacia mi capacidad y conocimientos, y una gran responsabilidad también.

¡Qué recompensa a mis esfuerzos! Se me pedía una gran obra. Siempre fue para mí el rey Carlos el modelo de príncipe ideal, inteligente, sabio, humanista, buen conocedor de las armas y del pueblo. Era oportuno, para el estado en que se hallaba el reino, recordar su sabiduría, su prudencia, su comportamiento lleno de equidad y previsión para que su ejemplo fuera beneficioso. La confianza del duque me convirtió en la historiadora de un reinado admirado por todos.

Durante mi vida la guerra, la peste y el hambre estuvieron presentes a mi alrededor. Así nació una obra que sorprendió a muchos: el Libro de los hechos de armas y de caballería. Habría podido llevar otro título: «cómo se hacían antaño las guerras justas». Antiguamente no se habría soportado que la guerra degenerase en pillaje, ni en disputas callejeras de brutalidad desenfrenada, que daban libre curso a las venganzas personales y a la violencia gratuita, desmanes todos de los que yo fui testigo. Por eso quise exponer lo que debe ser la guerra. Y, por eso también, comencé el libro con una invocación a Minerva.

Tampoco pude evitar escribir libros que mi actitud moral ante la vida me exigía. Nunca concebí la vida sin sujeción a un orden establecido por las virtudes: la razón que ilumina el saber en las artes y las ciencias, el valor de la palabra empeñada, la dignidad personal, la prudencia, la justicia, la rectitud. Siempre pensé que cada individuo es responsable en la Tierra de sí mismo y del bien de los demás, por lo cual necesita regirse por la virtud como pauta de conducta. Así nacieron los Proverbios morales, Enseñanzas morales a mi hijo Juan Castel o el Libro de las tres virtudes, entre otros.

Por último, muchas obras versaron sobre temas históricos y políticos, como Carta a Isabel de Baviera y el Livre du corps de police. Me permití, además, analizar los hechos históricos y proponer soluciones éticas para la política y la conducción del Estado. Osé manifestar mi opinión de que el buen príncipe no tiene derecho a promulgar leyes que vayan en contra de la ley natural, que obliga a todos y encamina al bien común y que, por tanto, es sobre él sobre quien recae la máxima responsabilidad moral y al que se le ha de exigir una sólida formación ética.


La controversia feminista

 

 

La Universidad de París adquirió un gran poder político en aquel tiempo en que conocimos el enfrentamiento entre dos papas. Cuando decidía intervenir en un asunto quería llegar hasta el final y no dudó en inmiscuirse en el gobierno de la Iglesia, del rey o en cualquier otro asunto de su interés. Fueron los docentes parisinos los que desempolvaron oportunamente cierta ley de los francos salios, ¡en desuso desde el siglo VII! con el fin de excluir a las mujeres de la sucesión al trono.

Yo, que nací mujer, me puse a reflexionar en torno a mí misma y a mi conducta y en torno a otras mujeres que conocí. Llegué a la conclusión de que podía ser erróneo el testimonio de tantos hombres ilustres que vituperaron a todo el sexo femenino sin excepción, y al que apelaban los mecanismos sociales para someternos a una condición de servidumbre y obediencia con respecto al varón. Si las mujeres hubieran escrito los libros, estoy segura de que lo habrían hecho de otra forma.

Filósofos, poetas y moralistas parecían hablar al unísono para concluir que la mujer es intrínsecamente mala e inclinada al vicio. Yo me rebelaba entonces y le preguntaba a Dios por qué no me había hecho nacer varón a fin de no equivocarme en nada y poseer esa gran perfección que los hombres decían tener.

Yo estaba convencida de que si a las mujeres se las educara de la misma manera que a los hombres, podrían tener las mismas facultades que ellos, incluso en el terreno científico y jurídico, lo que no excluiría que entre los hombres, como entre las mujeres algunos individuos fueran más inteligentes que otros.

Yo escribí que la dama debía saber defenderse y tomar corazón de hombre, es decir, ser constante, fuerte y prudente ante las situaciones difíciles y no reaccionar encogiéndose en lloros y lágrimas. No debía esperar que la protegieran en aquellos tiempos donde se habían perdido todos los valores de la caballería que tanto primaron en nuestra noble Francia. Por ello yo me esforzaba en invitar a las mujeres a instruirse, pues la ignorancia podía ser la causa de su pérdida.

En la época en que el rey de Inglaterra fue depuesto surgió en París (mejor dicho, provoqué yo) la primera de las disputas feministas, que levantó una gran polvareda. Cayó en mis manos el best-seller del momento, el Roman de la rose. Y no me gustó nada.

La primera parte, compuesta en 1245, era un poema alegórico que habla del amor. Pero quedó inacabado. Y un tal Jean de Meung, famoso por demás entre mis contemporáneos, tuvo la retorcida idea de acabarlo con un cinismo sorprendente, expresando abiertamente su desprecio por la mujer, considerando el amor como una satisfacción de los instintos, naturalmente, de los instintos del varón. Todavía se me revuelve la sangre cuando recuerdo su desdén.

Para que entendáis la magnitud de lo que pasó os diré que los últimos papas habían vivido en Aviñón, eran todos franceses y estaban formados por la universidad o influidos por ella. Sí, la misma universidad que tenía tanto poder, como os conté antes. Jean de Meung era el abanderado de esa universidad. ¡Y a ese personaje, unánimemente halagado, que encarnaba la autoridad del cuerpo universitario, fue al que yo me atreví a atacar!

Escribí que las damas eran todos los días culpadas, difamadas y engañadas por bellacos, y que su honor era pisoteado. Escribí que las damas acusaban a los que estudiaban en las escuelas por lanzar difamaciones sobre sus costumbres. Escribí que no eran ellas las que organizaban guerras, ni mataban, ni herían, ni saqueaban.

Me permití subrayar la grosería con la que se expresaba, camuflada bajo la apariencia de precisión. ¡Ah, cuánto echaba yo en falta la elegancia del lenguaje que suscitó la cortesía, cuando todavía el sentido caballeresco existía! Pero me permití algo más: me dirigí por escrito al preboste de Lille y le comuniqué el horror que había sentido por las enseñanzas que difundía el tal poema contra las mujeres. Me esforcé en hacerle entender que sería justo si difamara sólo a las de mala vida, pero es que ¡la condición femenil era de por sí suficiente motivo para la calumnia!

Claro, lo que pasó después era de esperar. Los universitarios parisinos aguzaron el oído. Recibí una misiva en la que una alta autoridad eclesiástica manifestaba tener hacia a mí compasión y amor caritativo y me invitaba a corregir mis horribles palabras, prometiendo, en ese caso y gracias a su misericordia, darme penitencia saludable.

Le contesté con desprecio y argumentos apelando a la memoria de las muchas mujeres valientes que habían existido.

La jauría fue reuniéndose y publicando escritos contra mí, reconociendo que quizá no carecía completamente de inteligencia pero puntualizando que «en la medida en que una mujer pueda tenerla». La querella se extendió: toda la universidad de París estaba conmocionada ante la idea que alguien (para colmo, mujer) pudiera emprenderla con el autor del Roman de la Rose, en quien se veían reflejados.

Pero entonces sucedió algo insospechado. Jean Gerson, un universitario, ¡desautorizó públicamente a los difamadores y me dio su apoyo! Creo que no podéis comprender desde vuestra época lo inusual y extraordinario que fue este gesto.

Aquel acontecimiento marcó un giro importante en la cuestión. Tres años después de comenzar la disputa el duque de Orleans organizaba en su palacete una fiesta, a la que asistí. Se creó entonces la Orden de la Rosa, y los hombres que asistían entraban en esa orden para asumir la defensa del honor de las damas. ¡Santo cielo! ¡Los grandes de este mundo se habían conmovido! En lo sucesivo, yo fui la guardiana de la Orden de la Rosa. Gran victoria, que no considero mía sino de Justicia.

La disputa todavía se prolongó dos años más, pero fueron sumándose escritos y réplicas de las dos partes. Ya no estaba sola. Hubo hombres de relevancia social, en el medio universitario, en el eclesiástico y en la nobleza, que tomaron partido por mí. Todavía lo recuerdo como algo increíble. ¡Gran agitación en el campo de los universitarios! Se podía desdeñar la necesidad de responder a una «mujercilla», ¡pero no al canciller de la universidad de París!

La reina Isabel no permaneció insensible en este asunto. Recibí regalos suyos y reconoció mi talento. Lo cierto es que todos se inclinaron ante mi valor por no haber dudado en desafiar a la universidad, ese mundo que se nos prohibía. Lo digo sin orgullo, alegrándome por todas las mujeres. Parecía que estaba logrando mover otra vez hacia arriba la rueda de Fortuna.


La ciudad de las damas

 

 

Fue frecuente en mi época utilizar en la literatura figuras como la nave, el castillo o el damero para mostrar una visión del mundo como navegación, torneo o juego, con suficiente fuerza simbólica como para poder conformar el argumento narrativo de una novela o un texto didáctico. Mi libro se desarrolla a través de la imagen de una ciudad que se construye.

Algunas de vuestras leyendas cuentan cómo en la argamasa que cimentó los muros de algunas ciudadelas se empleó sangre de toro en vez de agua. La ciudad de las damas está sellada con un mortero mezclado con tinta. El foso profundo en el que han de ir los cimientos de la ciudad se vacía primero de todos los prejuicios que los hombres han propagado sobre las mujeres. Intervienen alegóricamente Razón, Justicia y Derechura (Rectitud) que dirigen la construcción de esa nueva ciudad.

Os brindo ahora algunos fragmentos de este libro que pensé especialmente para las mujeres. Todavía circula por vuestras librerías. El manuscrito lo pudisteis visitar en el pabellón de Francia de la Exposición Universal de Sevilla de 1992.

(…) Las mujeres han estado mucho tiempo abandonadas sin defensa (…) Podría ganarse la causa más injusta pleiteando sin la parte contraria. (…) Venimos a anunciarte la construcción de una ciudad. (…) Sólo habitarán en ella mujeres ilustres de buena reputación, puesto que los muros de nuestra ciudad estarán prohibidos a todas aquellas que carezcan de virtudes. (…) Desecha, pues, de esta cantera las piedras en bruto, negras y mal talladas (…) La ciudad que tú fundarás con nuestra ayuda (…) será asaltada muchas veces, pero nunca presa ni vencida.

(…) queremos sacarte de esa ignorancia que te ciega hasta tal punto que rechazas lo que sabes con toda certeza para adoptar una opinión en la que no crees, ni te reconoces, porque sólo está fundada sobre los prejuicios de los demás. (…) Tú pareces creer que todo cuanto afirman los filósofos es artículo de fe y que no pueden equivocarse.

(…) (Razón) La divina Providencia, que nada deja al azar, nos ha encargado vivir entre los hombres y mujeres de este bajo mundo, pese a nuestra esencia celeste (…) Si su entendimiento puede atender a razones, llego sigilosamente a sus mentes, los amonesto y sermoneo para hacerles ver sus errores, explicándoles las causas, y luego les enseño cómo hacer el bien y evitar el mal. Como mi papel es que cada uno y cada una se vea en su alma y conciencia y conozca sus vicios y defectos, no tengo por emblema el cetro sino el espejo refulgente que llevo en la diestra.

(…) existe además una razón muy especial, (…) por la cual hemos venido (…) para que las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse contra tantos agresores.

(…) (Derechura) Vivo entre los justos, a quienes exhorto a hacer el bien, a devolver a cada uno lo que le pertenece, a decir la verdad y a luchar por ella, a defender el derecho de los pobres e inocentes, a no usurpar el bien ajeno, a hacer justicia a los que acusan en falso. Soy el escudo de los que sirven a Dios.

(…) soy Justicia, hija predilecta de Dios, de cuya esencia procedo. (…) No cedo nunca porque no tengo ni amigos ni enemigos; mi voluntad es inconmovible. La piedad no puede vencerme, la crueldad no me conmueve en absoluto. Mi única obligación es juzgar, distribuir y devolver a cada uno según su mérito (…) y nada puede durar sin mí (…) A los hombres y mujeres que quieren creerme les enseño a corregirse, a reconocerse y a censurarse (…) a distribuir los bienes sin favoritismos, a decir la verdad, a huir y odiar la mentira, a evitar todo vicio. Esta copa de oro fino que ves en mi mano diestra, medida de buen tamaño, me la ha dado Dios para devolver a cada uno lo debido (…) Se ajusta a cada caso sin que nadie pueda quejarse de lo que le atribuyo. Los hombres de este mundo tienen otras medidas, que dicen basadas en la mía, a modo de patrón, pero se equivocan, pese a invocarme en sus pleitos

(…) El más grande es aquel o aquella que más méritos tiene. La superioridad o inferioridad de la gente no reside en su cuerpo, atendiendo a su sexo, sino en la perfección de sus hábitos y cualidades.

(…) Así, quiso Dios que el hombre y la mujer le sirvan de forma distinta, que se presten mutua ayuda, cada uno a su manera. Por ello dotó a los dos sexos con la naturaleza y cualidades necesarias para cumplir con sus deberes, aunque a veces los seres humanos se equivoquen sobre lo que les conviene.

(…) te vuelvo a decir, y nadie podrá sostener lo contrario, que si la costumbre fuera mandar a las niñas a la escuela y enseñarles las ciencias con método, como se hace con los niños, aprenderían y entenderían las dificultades y sutilezas de todas las artes y ciencias tan bien como ellos. Ya se han dado esas mujeres.

(…) ¿Qué ciudadanas albergará nuestra ciudad? Por supuesto que no queremos mujeres frívolas y casquivanas, sino de gran mérito y fama, porque no hay mejor morador para una ciudad ni mayor hermosura que unas mujeres valiosas.

(…) Tu padre, gran sabio y filósofo, no pensaba que por dedicarse a la ciencia fueran a valer menos las mujeres. Al contrario, como bien sabes, le causó gran alegría tu inclinación hacia el estudio. Fueron los prejuicios femeninos de tu madre los que te impidieron durante tu juventud profundizar y extender tus conocimientos, porque ella sólo quería que te entretuvieras en hilar y otras menudencias que son ocupación habitual de las mujeres. Pero, como reza el dicho (…) «Lo que Naturaleza da, nadie lo quita». Y tu madre no pudo arrancar en ti ese gusto por la ciencia, esa tendencia natural que te ha permitido ir cosechando el saber, aunque fuera recogiendo migajas.

(…) Honorables damas, alabado sea Dios porque queda terminada la construcción de nuestra ciudad que os acogerá a todas. Vosotras que os preciáis de virtud, dignidad y fama, seréis bien acogidas en una ciudad levantada y edificada para todas las mujeres de mérito, las de ayer, hoy y mañana. (…) Ha sido construida con virtudes, materiales tan brillantes que podéis veros reflejadas en sus resplandecientes edificios.


Despedida

 

 

¡Cuántas cosas os podría contar de mi tiempo! Lo cierto es que, además de las penalidades diarias, fui testigo de algunos graves acontecimientos que sacudieron la historia de mi época. Excepcionalmente, me tocó el privilegio de conocer de primera mano un caso sorprendente, lo que sucedió con Juana.

¡Cómo lloraba Francia desde aquel 25 de octubre de 1415 en que vio caer a unos 7.000 combatientes mientras los ingleses no perdieron más que a 400 ó 500 hombres en la batalla!

Sí, la famosa batalla de Azincourt que ganó Enrique V de Inglaterra.

Pero Francia y yo estábamos en el otro bando y nos tocó la peor parte: la derrota, el desánimo, el hambre, la falta de un rey legítimo. Muchas desdichas flotando en el aire.

Escribí Horas de contemplación sobre la Pasión de Nuestro Señor con el propósito de mitigar el duelo de tantas mujeres enlutadas.

Pero llegó un momento en que la vida me pesaba demasiado y ni siquiera encontraba consuelo en mi pluma. Pillajes, depredaciones, un país arruinado. Demasiado dolor. Me refugié en la paz del convento de Poissy, donde había profesado mi hija, el único miembro de mi familia que todavía vivía.

Once años de silencio. Pero ocurrió algo insólito y no pude contener el impulso de escribir sobre ello. Vosotros me lo agradecéis porque no conserváis ningún otro testimonio literario coetáneo de lo sucedido.

Pocos podían dar crédito a lo que corría de boca en boca. Una muchacha de 16 años había liberado Orleans en ocho días, después de estar sufriendo un asedio de siete meses. ¡16 años! ¡Una mujer!

Aquella ciudad marcaba la suerte de Francia. Era lo más extraordinario que podía suceder. Desde luego, yo no tuve dudas ni un instante de que ella era un instrumento divino y así lo manifesté y mantuve siempre. Cuando supe que el delfín se había convertido en el rey Carlos VII no pude sujetar mi mano ante el papel.

Juana de Arco y los ingleses. ¡Qué placentera fecha la de aquel julio de 1429! Escribí apasionadamente sobre la virtud y la capacidad de Juana, pero lo que más me enorgullecía era que fuera una mujer la que había recuperado y dejado a salvo el reino de Francia, algo que 5.000 hombres no podrían haber hecho. Una chiquilla a la que no pesaban las armas. Los enemigos huían ante ella. ¿No es algo fuera de lo común?

Mi alegría fue total después de aquella incomparable primavera. Me vi colmada como poetisa y como historiadora.

Fortuna moviendo la rueda hacia adelante y hacia atrás. Yo, que pasé mi existencia intentando convencer a mis contemporáneos de que hacían mal despreciando a la mujer, que siempre alabé el valor como virtud femenina, no podía desear mejor justificación que el ejemplo magnífico de esta deslumbrante doncella. En medio de una soldadesca sin comedimiento, se impuso por su pureza y pudo exigir a los otros esa rectitud de la que ella misma dio testimonio, pues no escatimaba nada, combatiendo en vanguardia o protegiendo la retaguardia, según la acción lo exigía.

De rebote, los hechos de armas y de caballería a los que yo había consagrado no hacía tanto un volumen, encontraron una ilustración completamente inédita: una mujer en la que se encarnaba el valor de los caballeros de antaño y que era en sí misma y a la vez el Caballero y la Dama.


Le ditié de Jehanne d’Arc

fue mi última obra. La sorprendente epopeya de Juana venía a colmar tan expresamente mis deseos (mejor dicho, superaba en tal medida todo lo que yo había podido prever y desear) que me fui de este mundo con una sensación de complacencia interior.

 

Sí, me fui, aunque ya no recuerdo la fecha exacta. El mundo me olvidó y yo descansé hasta que, ¡misterios del destino!, en vuestro cambio de milenio comenzaron a proliferar los estudios sobre mi obra, tanto tiempo inadvertida, pues hasta 1940 no se imprimieron algunos fragmentos.

Os he contado todo esto para que veáis qué diferentes pueden ser las condiciones sociales que enmarcan una vida y cómo lo que para unos es natural y legítimo para otros es motivo de lucha y preocupación.

Sólo una cosa permanece siempre invariable: la aspiración de toda persona a una condición digna que le permita desarrollar sus aspiraciones espirituales, sus inquietudes de saber, de mejorar, de ofrecer algo a los demás.

En eso sí nos parecemos vosotros y yo.

Yo os he ofrecido mi historia. Tal vez me tendríais que ofrecer vosotros la vuestra.

Bibliografía

Christine de Pizan. Lola Esteva de Llobet. Col. Biblioteca de mujeres. Ediciones del Orto. Madrid 1999.
Cristina de Pizan. Régine Pernoud. Colección Medievalia. José J. De Olañeta, Editor. Palma de Mallorca, 2000.
La ciudad de las damas. Cristina de Pizán. Colección Biblioteca Medieval. Editorial Siruela, 2000. Edición a cargo de Mª José Lemarchand.
La mujer en el tiempo de las catedrales. Regine Pernoud.
La mujer en la Edad Media. Margaret Wade Labarge. Editorial Nerea, Madrid 1996.
Mujeres medievales. Eileen Power. Encuentro Ediciones. Madrid 1991.

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