Año 1871; Ujiji, en medio del África Central; un americano y un escocés se encuentran: «Dr. Livingstone… supongo».
Este famoso encuentro y esta frase célebre conformaron una de las historias más seguidas por la prensa de aquel final de siglo, una época caracterizada por la búsqueda de conquistas y descubrimientos de nuevos territorios aún inexplorados.
David Livingstone, considerado héroe nacional en su tiempo, fue médico, explorador y misionero, y recorrió durante años el continente africano; se adentró en el desierto del Kalahari, descubrió el lago Ngami en 1849 y alcanzó el río Zambeze en 1851, entre otros descubrimientos de no menor importancia. Realizó una travesía por el continente africano desde el océano Atlántico hasta el océano Índico, que duró cuatro años, descubriendo las cascadas del Zambeze, a las que le dio el nombre de cataratas Victoria. Todas estas hazañas le otorgaron fama y respeto en la sociedad británica de mediados del siglo XIX, despertando el interés por seguir desvelando los misterios del interior de un continente prácticamente desconocido por los europeos, pues hasta entonces se pensaba que África era toda un vasto desierto.
Después de diecisiete años de ausencia, retorna a Inglaterra, y a través de sus escritos y conferencias promueve el conocimiento científico del continente, la búsqueda de relaciones pacíficas con sus habitantes y la erradicación de la esclavitud.
En 1866, desde la isla de Zanzíbar, comienza un nuevo recorrido. Descubre los lagos de Nweru y Bangweulu, así como el río Lualaba, que equivocadamente identifica con el Nilo, cuando, más bien, se trataba de la cabecera del río Congo. La verdad es que, en una época donde no existían mapas del área, pues era la primera vez que se recorría el territorio, era muy difícil acertar en relacionar los ríos que se conocían por aquel entonces con aquellos que aparecían en medio del trayecto en mitad del continente, estando rodeado de miles de kilómetros cuadrados sin referencia alguna. Seis años más tarde no se sabía nada de él, y el periódico New York Herald designó a su corresponsal Henry Stanley para que fuera en busca del famoso explorador, trajera toda la información disponible y le ofreciera ayuda en todo lo posible en caso de necesidad. El director del periódico, James Gordon Bennet, tenía la intuición de que no eran ciertas las noticias que se rumoraban por entonces sobre su muerte, sino que creía firmemente que seguía vivo, aunque quizá, necesitado de ayuda. Y así fue…
Cuando Stanley encuentra a Livingstone, este se encontraba muy enfermo, fruto de las heridas de lanza recibidas en un ataque reciente. Es importante destacar que se encontraban en zonas donde los árabes iban a buscar esclavos, y la aparición de cualquier hombre blanco por la zona suscitaba sospechas y reacciones hostiles, tanto con las tribus como con los traficantes de esclavos; por tanto, no era la primera vez que le atacaban, ni la última. También tenía disentería, algo muy común entonces al beber agua directamente de los ríos; se encontraba en un estado de desnutrición importante, no solo por las vicisitudes atravesadas, sino que además varios de los porteadores que conformaban la expedición habían desertado, llevándose consigo gran parte de las provisiones, medicamentos, equipos y otros recursos. Fueron estos los que corrieron la voz de que Livingstone había muerto.
Era el año 1872. Stanley permaneció junto a Livingstone cinco meses. Exploraron el norte del lago Tanganica y, aunque Stanley intentó persuadirlo para volver con él, no lo logró y se separaron. No se volverían a encontrar. Cuando Stanley llegó a Zanzíbar, le envió provisiones y hombres a Livingstone para que prosiguiera su exploración. Sin embargo, no llegaría muy lejos. Livingstone regresó al lado oriental del lago Tanganica y comenzó a descender hacia el sur, pero de nuevo la enfermedad cayó sobre él. Sus dos fieles asistentes africanos, Susi y Chamah, que cuidaron de él en todo momento, tuvieron que llevarlo a hombros en varias ocasiones. «No puedo realizar observaciones a causa de mi debilidad. Casi no puedo sostener el lápiz», escribió.
La mañana del 1 de mayo de 1873; en el poblado Chitambo, donde se encontraban acampados, sus compañeros encontraron a Livingstone de rodillas frente a su cama, como si estuviera rezando, sin aliento de vida. Sus últimos pensamientos escritos estaban dedicados a la esperanza de la eliminación de la esclavitud, una mal que había vivido de cerca en ese continente: «Desde mi soledad todo lo que puedo decir es: Ojalá la misericordia del cielo caiga sobre cualquier americano, inglés o turco para así erradicar esta lacra del mundo».
Fuentes:
• Viajes y exploraciones en el África del Sur, David Livingstone, EL VIENTO, 2010.
• Pioneros de lo imposible, Javier Jayme, Alianza Editorial, 2005.