Culturas — 6 de mayo de 2007 at 07:57

El grito de Dafne

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Bernini, el prodigioso escultor del siglo XVII, ha plasmado ese instante. Grito, porque noto el dolor terrible de comenzar a sentir mis brazos tornados en ramas, mis piernas en tronco, mi larga cabellera en hojas.

Grité cuando las hojas empezaron a invadir mis brazos. Cuando mis pies comenzaron a inmovilizarse en la tierra. Cuando mis cabellos se entrelazaron con las ramas.

Cupido, diosecillo cruel, ¿por qué me hiciste eso? ¿por qué disparaste tu flecha de oro contra el corazón de Apolo, privándome con ello de la libertad para correr por los bosques, como era mi vida?

Yo era una ninfa. Un hermoso ser de la naturaleza cuya misión era poner alegría entre las frondas. Mojaba mis pies en los arroyos y daba vida a las flores.

Un día desgraciado, Apolo fijó en mí sus ojos, yo se prendó de mi belleza. Cuando la punta dorada de la saeta tocó su corazón, no tuvo otro pensamiento que poseerme. Corrió loco tras de mí, y mis pies ligeros le mantuvieron a distancia un tiempo, pero, ¿qué puede una ninfa contra la rápida carrera de un dios? Al fin hubo de alcanzarme, y sus manos hicieron presa en mi cuerpo.

Entonces llamé a mi divino padre, le rogué que no permitiera que mi cuerpo virgen tuviera dueño, que mi libertad de ser yo y sólo yo no se viese coartada por amo alguno.
Y mi padre vino en mi auxilio.

Bernini, el prodigioso escultor del siglo XVII, ha plasmado ese instante. Grito, porque noto el dolor terrible de comenzar a sentir mis brazos tornados en ramas, mis piernas en tronco, mi larga cabellera en hojas. Grito, porque estoy perdiendo lo más preciado para una ninfa: la posibilidad de correr, libre, libre como el viento que ahora va a rozar mi cuerpo, un cuerpo que ya va a estar inmóvil para siempre.

El enamorado Apolo lloró por las consecuencias de su deseo. Se abrazó a mi tronco. Yo era ya un laurel. Y me proclamó sagrado árbol dedicado a él, y de mí se han hecho desde entonces las coronas de los vencedores.

Entendedme, humanos, como paradigma de la libertad. Pude haber sido respetada, halagada, como esposa de un dios. No una simple ninfa entre muchas, sino pareja divina. ¿Y a cambio? A cambio, dejaba de ser libre. Dejaba de ser dueña de mí. Yo no amaba al hermoso Apolo. Amaba mis bosques, mis arroyos, mis árboles. No, no: Dafne es su propia dueña.

Ahora estás prisionera de tus raíces, diréis. Pero os equivocáis. Yo lo he escogido. Me acarician los vientos y la lluvia, y el sol, y las alas de las aves.

La libertad está en poder escoger.

 

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