Libros — 30 de abril de 2020 at 22:00

«Hamlet», de William Shakespeare: el personaje

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Hamlet, de William Shakespeare

Quizá la mejor obra de William Shakespeare, Hamlet es una pieza teatral que viene representándose desde 1594, año en que pasó a formar parte del repertorio habitual de la compañía Los hombres de Lord Chamberlain, en la que Shakespeare participaba como accionista, dramaturgo y actor.

Algunas referencias nos indican que Shakespeare había esbozado un primer libreto sobre Hamlet en torno a 1588, texto al que se denomina como Ur-Hamlet y que no era tan brillante como la versión que ahora disfrutamos. Se cita, a menudo, la burla que hacía el público ante el grito chillón de «¡Hamlet! ¡Venganza!», que lanzaba el espectro del padre de Hamlet, interpretado por el propio Shakespeare. El papel de Hamlet, ese príncipe que finge estar loco tras la muerte de su padre, el rey Hamlet, se reservaba al actor principal de la compañía, el afamado Richard Burbage. Por tanto, la obra que ahora conocemos, plasmada unos doce años más tarde, en 1600, se considera una revisión muy mejorada de la anterior.

Anteriormente, el cronista Saxo Grammaticus se había referido a Hamlet en su Historia danesa, un códice del siglo XII escrito en latín. Más tarde, dicho manuscrito fue reproducido en Francia por Belleforest en 1570, pudiendo Shakespeare inspirarse en esta fuente, dado que es improbable que leyera directamente la obra de Saxo Grammaticus. A menudo, los comentaristas presuponen que Thomas Kyd y Cristopher Marlowe colaboraron en tal obra; sin embargo, hay muchas lagunas al respecto. Marlowe, el gran inspirador de Shakespeare, murió en una reyerta en 1593; por tanto, Shakespeare debió producir por sí mismo tan notable obra a principios del siglo XVII.

La obra comienza con la aparición del espectro del viejo rey Hamlet sobre las almenas del castillo de Elsinor, implorando venganza a su hijo. El espectro revelará al joven Hamlet que fue su tío Claudio quien, tras asesinarle, no solo usurpó la corona de Dinamarca, sino que tomó en matrimonio a la reina Gertrudis dos meses después. Hamlet se siente furioso por la premura con que su madre ha contraído nuevas nupcias con el asesino de su esposo; sin embargo, duda si ella tuvo parte en los hechos. Fingiéndose loco, intenta demostrar lo ocurrido, para lo cual hará representar a unos comediantes una pieza teatral en la que se reproduce el asesinato. El rey Claudio, enfurecido, manda al exilio a Hamlet. Diez años después, el príncipe retornará a palacio dispuesto a poner en práctica su plan de venganza.

Sin duda, es difícil resumir aquello que representa esta obra y su personaje principal, pues ambos encierran múltiples aspectos aparentemente contradictorios. Harold Bloome, el mejor comentarista de la obra de Shakespeare, afirma en su obra Shakespeare, la invención de lo humano que nadie ha sido capaz de representar con tal profundidad a sus personajes como Shakespeare y en Hamlet se encuentra «la más fiera interioridad alcanzada nunca en una obra literaria». Y en esa visión, no pudo influir en él ningún otro dramaturgo, porque no se encontraban a su nivel ni Cristopher Marlowe, ni Thomas Kyd, ni Ben Johnson, ni el gran Chaucer, pues carecían de esa dimensión espiritual que alcanza la obra de William Shakespeare.

Hamlet es un personaje carismático, dotado por Shakespeare de un mundo psicológico muy humano y, en consecuencia, contradictorio y cambiante. Un personaje que posee virtudes antitéticas: piensa demasiado pero no puede decidirse, mostrándonos en ello la lucha entre lo racional y la acción; es bondadoso, pero provoca la muerte a su alrededor sin titubeos ni remordimientos; es paciente y exaltado a la vez, sumiso y revolucionario, incapaz de amar y, sin embargo, reverencia la figura del padre. En suma, un personaje que encarna en toda su medida la personalidad humana, aunque pase alternativamente por héroe o villano.

En los cuatro primeros actos de la obra, Hamlet se muestra como un personaje cambiante, que no adopta nunca una postura concreta y definitiva; un príncipe fracasado e infeliz que no se siente satisfecho con los sucesos acaecidos ni consigo mismo; un Hamlet marcado por el dolor. Tal vez, nos dicen algunos críticos, sean esos los rasgos que Hamlet tenía en su primer texto, un personaje taciturno y melancólico, hasta que aparece un Hamlet más maduro en el acto V, probablemente revisado con posterioridad. Quizá por ello, Hamlet encarna el arquetipo de la melancolía y la duda. No en vano dirá de sí mismo:

«¿Quién es este cuyos dolores son tan violentos, cuyas fases de tristeza conjuran las estrellas errantes y las hacen detenerse como oyentes heridos de asombro? Este soy yo, Hamlet de Dinamarca».

Sin embargo, es un personaje que se caracteriza por tener una conciencia desarrollada y siempre alerta, dado que puede ser traicionado y que depende de su lucidez y atención no solo su vida, sino la posibilidad de desenmascarar al asesino de su padre. Esta cualidad se confunde a menudo con la vacilación o la melancolía, aunque es signo de prudencia, cautela y paciencia, a fin de evitar la precipitación.

Es en el acto final, en que se resuelve el drama, en donde podemos ver compendiados los grandes valores de esta obra.

En la escena de los dos sepultureros que cavan la tumba de Ofelia, Hamlet se planteará qué es la vida, dando a entender que nada es sólido y estable, de ahí las reflexiones de los dos enterradores. Uno de ellos dirá: «¿Quién es el que construye más sólido que el albañil, el calafate y el carpintero?». A lo que replicará el otro: «La próxima vez que te lo pregunten, di que un enterrador. Las casas que hace duran hasta el día del Juicio».

Después, cuando los sepultureros encuentran el cráneo de Yorik, un bufón con el que el príncipe Hamlet reía cuando era niño, este comprende la insignificancia de la vida y cómo las adversidades atenazan nuestra capacidad de resolución. En el célebre monólogo del «ser o no ser». Hamlet se expresa así:

«Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Qué es más noble para el alma: sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna o tomar las armas contra un mar de adversidades y, oponiéndose a ellas, encontrar el fin? Morir, dormir, nada más; y con un sueño poder decir que acabamos con el sufrimiento del corazón y los mil choques que por naturaleza son herencia de la carne… [La muerte] es un final piadosamente deseable».

Dirá Hamlet también que «el temor a algo después de la muerte —el país sin descubrir de cuya frontera ningún viajero vuelve— aturde la voluntad y nos hace soportar los males que sentimos en vez de volar a otros que desconocemos», pues «la conciencia nos hace cobardes a todos» y nos empuja a dejar de lado la acción.

El Hamlet del acto V, tras pasar diez años alejado de la corte, aun siendo quizá un joven, ya es un personaje maduro que está dispuesto a actuar, que tiene conciencia de sí mismo, de la propia identidad: un personaje que asume el cambio. En este acto final, Hamlet abandonará la melancolía, la duda, la fingida locura, la ironía y el ingenio que ha mostrado anteriormente, afianzando su personalidad. Tras respetar la etapa de duelo, Hamlet deja a un lado sus vacilaciones, sintiéndose determinado a actuar.

A partir de aquí, Hamlet asume también la muerte como necesaria para el cambio. No es creyente ni tiene fe en lo elevado; en consecuencia, no siente pena ni remordimiento por las muertes que provoca, aunque hay muertes que se deben a sus acciones, como las de Polonio, Ofelia y la de sus compañeros Rosenkrantz y Guildenstern, y otras tantas, que se deben a las maquinaciones de su tío, el rey Claudio: Laertes muere por error con la espada que iba dirigida a Hamlet; la reina Gertudis muere al beber el vino envenenado. Y cuando Laertes le confiesa a Hamlet que esa copa de vino era un engaño ideado por su tío Claudio, destinada a él en realidad, Hamlet mata al rey, obligándolo a tomar su propio veneno.

De este modo Hamlet lleva a cabo la petición del Espectro, vengando la muerte de su padre. Finalmente le pedirá a Horacio que guarde fiel recuerdo de lo sucedido. «Horacio, me muero: tú vives, hazme justicia a mí y a mi causa a los que no estén satisfechos». Y añadirá después: «Si alguna vez me has tenido en tu corazón, apártate un tiempo de la felicidad, y respira con dolor en este mundo duro para contar mi historia».

Fortimbrás, el joven rey de Noruega que regresa vencedor de su campaña en Polonia, llega a la corte de Elsinor. Hamlet, el legítimo rey, a punto de morir, aboga por que Fortimbrás sea el digno sucesor del trono danés. De este modo, Hamlet restituye también la falta de su padre, dado que el antiguo rey Hamlet usurpó el reino al viejo rey Fortimbrás, padre del joven rey noruego. Así, Hamlet se libera de esta cadena de agravios y venganzas. El orden inicial que se había alterado se recompone al fin, retornando el reino danés a manos del rey de Noruega. Se muestra aquí el ajuste de cuentas que realiza el destino (no con la visión de un castigo, sino en un sentido kármico, es decir, como relación de causas y efectos interrelacionados que dan a cada cual aquello que merece).

Entonces, al actuar Horacio como cronista, asumirá el papel de fedatario que ha de guardar constancia de los hechos (en cierta forma representa al público espectador). Así, le dirá a Fortimbrás: «Dejadme contar al mundo, aún ignorante, cómo ocurrieron estas cosas. Así, oiréis hablar de actos lujuriosos, sanguinarios, desnaturalizados; juicios azarosos, matanzas casuales, muertes preparadas por la astucia y por causas forzadas, y, en este epílogo, propósitos salidos al revés, cayendo sobre las cabezas de los inventores. Todo eso os puedo contar con verdad».

Fortimbrás accede y da órdenes para que se prepare el funeral de Hamlet con honores reales, diciendo: «Sin duda, si se le hubiera puesto a prueba, habría resultado de ánimo egregio; en su despedida, la música de los soldados y los ritos de la guerra hablen sonoramente a su favor».

Hamlet, como personaje trágico, entra en la rueda del destino y la fatalidad. Sin embargo, hoy se le considera como un personaje que decide libremente su modo de actuar. No está impulsado por la fatalidad, nada le obligaba a regresar a Dinamarca tras ser enviado a Inglaterra; podría olvidar la traición de su tío Claudio y la afrenta de su madre, pero Hamlet necesita la justicia y la verdad y, al dar este paso, asume libremente sus consecuencias.

¿Por qué quiere Shakespeare que su recuerdo no caiga en el olvido? Tal vez porque, a pesar de sus desatinos, de sus crímenes y errores, Hamlet ha seguido un camino y quiere hacer justicia, siguiendo sus anhelos más profundos. Y tal como nos ocurre a nosotros mismos —los lectores que se identifican con Hamlet—, Horacio cree en él. Hamlet sirve como ejemplo, porque en él se halla expresada la pujanza y virtud de la esencia humana, así como los desvaríos, caprichos y traiciones de una personalidad atormentada.

Estamos junto a Hamlet cuando quiere limpiar de corrupción la corte de Elsinor; sentimos sus vaivenes, su falta de decisión y las dificultades de su elección personal. A menudo, fingimos locura, apartando la vista de una realidad corrupta y nauseabunda que nos desagrada, acaso para librarnos de responsabilidades o castigos. Y finalmente, nos situamos junto a él cuando resurge del fango de lo cotidiano para acometer aquello que debe hacerse, para ser carismático adalid que pretende que el mundo retorne a sus principios e ideales.

En esta obra, hemos recorrido junto al personaje su propio camino de transformación y, algunas cosas, se nos han adherido al alma. Porque todo personaje que trata de poner orden en sus ideas y sentimientos, de encontrar su verdad a pesar de las circunstancias adversas, termina por ayudarnos a encontrar nuestro propio hilo de Ariadna.

(William Shakespeare. Tragedias. Tomo I. Editorial Gredos)

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