Ciencia — 1 de abril de 2013 at 00:00

Cómo fomentar en los niños su tendencia natural hacia el bien

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A todos nos asombra la ingenuidad de los niños y su falta de maldad. A veces, anhelamos esa inocencia perdida. ¿Será posible anclar en la infancia esa inclinación hacia lo puro que parece ser natural en la niñez?
Cortad un pedazo de madera y yo estaré ahí (palabras de Jesús en el Evangelio de Sto. Tomás).
El niño es naturalmente espiritual, porque del mismo modo que la semilla contiene el potencial de la flor, del fruto y del árbol entero, el Dios de la Creación no puede estar ausente en la semilla que contiene la esencia de la vida. Todos los seres humanos son en esencia espirituales. Pero ¿qué es lo espiritual?
Lo espiritual es el ser de la vida, la luz que en ella vive. La luz es el primer y último resultado visible del mundo. Por detrás de ella está el misterio, la fuerza que llama a todas las cosas a ser. Hoy la ciencia llama a ese misterio «materia oscura», la fuente oculta de donde nacen las enanas blancas y miles y miles de galaxias que a su vez contienen miles y miles de estrellas. Aunque dándole otro nombre, las religiones de todo el mundo hablaron de este misterio y le atribuyeron el nombre genérico de Dios o Unidad. Por ejemplo, en la China antigua el ideograma que sugiere la idea de Dios está formado por dos partes: una es una cabeza que se abre y arroja humo, o quizás vapor, desde su extremo superior, y la otra es una huella; ambos ideogramas se refieren a algo que no puede ser captado de forma objetiva, sino como la presencia de algo, una señal omnipresente.
Dada nuestra infinita ignorancia, el primer punto que debemos considerar es cómo nosotros, adultos, pensamos el mundo. Mucho de aquello que pensamos proviene de deducciones escasas y frágiles, opiniones y prejuicios llenos de dudas y conveniencias. Por eso caemos con facilidad en dos tipos de error al educar a nuestros hijos. Uno es restringirlos a una forma espiritual exclusiva por medio de una práctica religiosa determinada; la otra es despreciar cualquier orientación espiritual ignorando la necesidad de algún alimento de esta naturaleza. La primera genera fundamentalismos restrictivos, como por ejemplo, el que los niños que no estén bautizados no pueden tener acceso al Cielo, o pensar que Dios vive en las nubes y que solo aquellos que sigan una religión tienen acceso a la salvación. Esta forma de creencia aprisiona la imaginación y limita la expansión del corazón del niño, que ve a Dios con parcialidad. La segunda adormece el alma, hace al niño esclavo de las necesidades de su cuerpo y fomenta el consumismo y el egoísmo.
Los niños interactúan naturalmente en los dos mundos: el mundo visible y el invisible. Para ellos la vida va más allá de los objetos. El alma del niño está abierta a explorar el mundo y comunica con él sin ningún tipo de impedimento. Es entre los cinco y los siete años cuando el niño comienza a separar lo real de lo imaginario, adquiriendo una visión dualista, aprendiendo a diferenciar las cosas gracias a sus primeras experiencias sensoriales y cuestionando al adulto el porqué de las cosas. Recuerdo la respuesta que dio una madre a su hijo cuando este le preguntaba donde estaba Dios, ya que nunca lo había visto. La madre respondió que Dios era semejante al azúcar que el niño colocaba en su leche, que no se veía pero que daba a la leche un sabor agradable. Por más ingenua que pueda parecer esta respuesta, el niño quedó satisfecho y se dio cuenta de que Dios, a pesar de ser invisible, le daba un sabor dulce a la vida. Esta imagen, tan fácil de comprender para el niño, quedará, sin duda, grabada en su memoria y nunca olvidará que Dios se revela para apaciguar las amarguras de la vida.

El papel de la familia
A medida que el niño va ocupando su lugar en el mundo, procura identificarse con su medio; indefenso frente a lo desconocido, el niño registra cada elemento de su territorio. En sus primeros contactos con la vida, las emociones son las primeras señales de adaptación. El niño capta de forma espontánea el ejemplo, y tiene dificultad para entender los consejos verbales. Sus cimientos descansan en las imágenes modelo del padre y la madre. Un poeta escribió: «El amor por el padre es la más alta de las montañas, y el amor por la madre, el más profundo de los océanos». En verdad, las dos polaridades padre-madre representan los arquetipos de la creación del mundo: el cielo y la tierra, el fuego y el agua, lo vertical y lo horizontal. El padre indica la dirección y la elevación; la madre, el soporte y el sustento.
Estos primeros modelos alimentan la identidad del niño y constituyen sus primeras vivencias de una religión natural, hasta que un día el profesor o un maestro le pueda dar continuidad al despertar su conciencia hacia otras dimensiones de la evolución de su individualidad. De este modo, la familia constituye la tierra de origen, el terreno propicio para el crecimiento de su simiente.
La familia no es el molde de la vida, porque si así fuese, esta tendería a reproducir la misma estructura y no permitiría que la semilla revelase su particularidad y su poder de regenerar el mundo. La familia es el soporte de esta joven semilla; si la tierra es muy seca, quemará el retoño y esto se traduce en una educación muy rígida y carente de afecto. Si la tierra es muy húmeda (esto es, exceso de protección o mimos), la semilla se pudrirá y debilitará las resistencias del futuro retoño. La familia por la educación y la escuela por la instrucción constituyen los fundamentos de la vida humana. La familia aporta las piedras de fundación de esta existencia en construcción. La elevación del potencial humano dependerá de los valores transmitidos en la juventud, fortaleciendo el carácter, haciendo que en el corazón penetren nobles sentimientos y en la mente principios elevados. De este modo, podrá ser levantada la cúpula piramidal de esta catedral humana, dirigiendo todas las energías y esfuerzos hacia los sueños más altos.

La educación
Si educasen a los niños no sería necesario castigar a los adultos (Pitágoras).
La palabra educación significa, etimológicamente (educere), hacer salir, o sea, la emergencia del potencial humano. Educar es, entonces, enseñar a ser, exaltando lo mejor de cada individuo. Somos el resultado de aquello que pensamos y de lo que contemplamos, por lo cual necesitamos líneas de fuerza que estructuren las bases de una buena educación.
Los grandes tratados clásicos establecían un eje central representado por la ética o conocimiento del Bien y cuatro virtudes cardinales que constituyen la recta conducta. El instinto, responsable de los apetitos del cuerpo, sería moderado por medio de la prudencia y la templanza. Las emociones y los sentimientos responsables de las pasiones y miedos del alma serían moderados por medio de la valentía; y la razón o mente, responsable de la duda y la mentira, sería orientada por el discernimiento de la justicia. Las virtudes o valores representan aquello que puede hacernos humanos y son los fundamentos que permiten que emerja el ser espiritual.
Hace falta en nuestros días un ideal de reverencia por aquello que es noble, un modelo de vida para que los jóvenes puedan encontrar inspiración para el futuro. Todos los jóvenes necesitan desafíos para crecer, para conocer y conquistar su autonomía y hallar su valor en el seno de la gran familia humana. El primer paso en la dirección de la vida espiritual es amar el bien y dejar progresivamente de hacer el mal. Por ignorancia o negligencia cometemos errores, y estos son necesarios para poder crecer, pero perseverar en el error por falta de dirección es perder las oportunidades de hallar nuestro valor como seres humanos. Así, los siguientes pasos son activos y requieren que seamos capaces de hacer lo que es correcto, contribuyendo a un mundo mejor. Tenemos que dar la oportunidad a nuestros niños de ser pequeños héroes de lo cotidiano a través del ejemplo, ya que es educando a nuestros niños como aprendemos al mismo tiempo a educarnos a nosotros mismos.
La educación espiritual del niño depende de nuestra disponibilidad para mostrarle el lado luminoso de cualquier pequeño esfuerzo, ese mismo esfuerzo que hace que se abra la flor, y que tantas formas de vida caminen rumbo a su plena realización existencial. Mostrarle que la muerte es también una necesidad de renovación y de transformación para alcanzar estados más elevados de existencia, tal como el calor que brota de la madera quemada y la luz que de ella se libera.
Todas las formas de vida contribuyen al equilibrio y la belleza del mundo. La piedra revela su resistencia, la flor su perfume, el animal su instinto de supervivencia y el hombre su discernimiento para reproducir la belleza del mundo en su vida interior. Nos transformamos en aquello que amamos. Al enseñar a nuestros hijos el amor al bien, lo bueno y lo bello, les daremos la oportunidad de dirigirse hacia la luz como lo hace el pequeño retoño que encuentra en el sol su fuente de vida, porque sin luz, la planta se marchita y muere.
El espíritu es el sol de nuestras vidas y hace brillar cada existencia dándole color, perfume y, ante todo, un destino común a todas las formas de vida. Sentirse unido al cielo y la tierra, al agua y al fuego, al grano de arena y a la estrella lejana, ser un eslabón de una gran cadena de vida que brota en cada corazón, y hacer de esta tierra un jardín de luz para todos los niños del mundo.

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