Sociedad — 1 de marzo de 2013 at 00:00

Consumo colaborativo: una forma activa de indignarse

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Consumismo es una palabra que significa “tendencia inmoderada a adquirir, gastar o consumir bienes, no siempre necesarios”. Hemos pasado de satisfacer nuestras necesidades a satisfacer nuestros deseos. En el camino, nos hemos dejado la solidaridad, el respeto, el juego limpio y, tal vez, el recuerdo de que alguna vez no fue así y la certeza de que no tiene por qué ser así.

Si reflexionamos seriamente (y las circunstancias actuales nos están obligando a ello aunque no queramos) sobre la orientación que hemos dado a nuestras vidas en las sociedades del mundo occidental en los últimos decenios, no podemos negar que nos hemos separado de las consecuencias de nuestras acciones. Nos hemos olvidado de que consumir continua y exponencialmente sin calibrar las consecuencias puede poner en peligro el entorno natural y nuestro propio equilibrio.
Pareciera que una vida sin comprar y tirar cosas no es posible, a pesar de que cada vez nos concienciamos más de que alguna alternativa a esto debemos buscar, y sin embargo, nunca antes fue así; en realidad, nunca las formas de vida del ser humano deterioraron de un modo tan drástico su hábitat y, lo que es más importante y menos perceptible a simple vista, su “calidad interior”.
El exceso de individualismo es una característica que florece en el seno de una economía competitiva que proporciona bienestar material, pero también codicia, egoísmo y otros aspectos poco deseables, como la insatisfacción personal o el estrés. “Compartir” es una palabra que da grima a los propulsores de una economía en la que todo vale en nombre del beneficio.
Es cierto que los poderes públicos y los intereses no siempre éticos que subyacen en muchos poderes fácticos (banca, medios de comunicación, multinacionales, etc.) nos han empujado a ello a lo largo de las últimas generaciones. Pero la ignorancia o la premeditación con la que ellos han obrado no puede robarnos (afortunadamente) el poder de decisión de cambiar este panorama.
Esa es la buena noticia. Algo está cambiando. Compartir es, precisamente, el fundamento de una nueva (o antigua) forma de negociar con los demás, en la que se busca la satisfacción de las dos partes, poniendo a disposición de todos “algo” que se tiene y obteniendo “algo” que se necesita. ¿Qué mejor modo de ajustarse a lo que es necesario realmente y prescindir de lo superfluo? ¿Qué mejor manera de combatir la desmesurada malutilización de casi todo lo que cae en nuestras manos?
Alguien se ha tomado muchas molestias (no sabemos exactamente quién, pero podemos decir, como Platón, que son los “amos de la caverna”) en insuflarnos el consumismo sin límite (un veneno), en convencernos de que solo saldremos adelante mediante la competencia (en los últimos tiempos “desleal” a ser posible porque es más rápida), en hacernos adictos a lo que sea: a los videojuegos, a los refrescos, a las redes sociales o al turismo obligatorio, y en convencernos de que no tenemos ninguna deuda con las generaciones siguientes si les dejamos la Naturaleza hecha un asco, porque total, nosotros ya no vamos a estar aquí… En fin, todo lo que aplana la conciencia y achata el sentido común.
Sin embargo, nos estamos dando cuenta de que el ser humano es como un tentetieso: si se empuja, se balancea, roza el suelo, pero se vuelve a poner derecho. Ya nos hemos balanceado mucho, tanto que estamos realmente mareados. Volvemos ahora a buscar el equilibrio, la verticalidad, la posición que nos deja asentados en el suelo, pero con la cabeza mirando al cielo.

consumo1El consumo colaborativo
Todos somos consumidores y, por lo tanto, todos tenemos la posibilidad de elegir nuestra forma de consumir. Una modalidad novedosa, propiciada por la proliferación del uso de redes sociales y por la mayor concienciación sobre la necesidad de cambiar nuestro modelo económico, es lo que se ha denominado “consumo colaborativo”.
Básicamente consiste en satisfacer las necesidades en colaboración recíproca con los que pueden cubrirlas. De este modo, unos encuentran salida a productos o servicios que pueden ofrecer y otros pueden acceder a dichos productos y servicios de un modo directo y sin intermediarios. Todos se benefician.
Supone un giro importante de mentalidad. Es como volver a empezar de otra manera. Lo más importante no es consumir “lo que sea”, como el niño que dice “cómprame algo”, sino lo que hace falta, y no “de cualquier manera”, sino de una forma responsable. A la vez, quien ofrece algo se puede ajustar a las demandas reales minimizando las pérdidas. Es un sistema más equilibrado porque incide en los hábitos de consumo y traslada el énfasis hacia modelos de intercambio, trueque y alquiler en los que tiene cabida el uso compartido y en los que aparecen dosis razonables de confianza, un valor en desuso últimamente, ya que para que funcione, los que participan tienen que estar de acuerdo en cooperar y respetar los compromisos.
El hábito inoculado de comprar para tirar y volver a comprar ha generado un sistema insostenible. La alternativa es una economía en la que lo importante no es poseer la propiedad de artículos o servicios, sino disfrutarlos. A veces, compramos un taladro cuya vida útil va a ser de veinte minutos, o tenemos un coche que está el 80% del tiempo aparcado. La red ayuda a ampliar el tiempo de uso de los objetos y a redistribuir los bienes usados hacia alguien que los necesita. La actuación colectiva comporta, además, beneficios ecológicos: los 250.000 viajes compartidos que se han realizado en España en los últimos dos años han evitado la emisión de 30.000 toneladas de CO2 a la atmósfera y el consumo de 3 millones de litros de carburante.
La prueba de que esto sí funciona es que en España, solamente en el año 2012, se ha producido una avalancha del consumo colaborativo, que ha permitido la creación de más de 150 empresas emergentes, las cuales han abierto nuevos negocios que han despegado con grandes posibilidades de crecimiento y costos mínimos.
¿Qué ofrecen estas empresas? Casi de todo. Podemos encontrar ”bancos de tiempo” donde se intercambian favores; “solucionadores” para montar muebles o hacer recados; acceder a alojamiento y ayuda gratis en más de 200 países si hacemos un viaje; compartir bicicleta en otra ciudad; cultivar un huerto ecológico en una parcela que no es nuestra; hacer trayectos que se comparten para repartir gastos de gasolina y peaje, taxis compartidos, sistemas de financiación colectiva entre particulares, cocineros que invitan a turistas a degustar platos caseros en sus casas… y cualquier iniciativa que se le ocurra a un nuevo emprendedor.
El consumo colaborativo ha dado nacimiento a una jerga extraña para quien no esté familiarizado con el tema, con palabras como ecommerce (comercio electrónico), marketplace (zona de intercambio de bienes y servicios a través de Internet), crowdsourcing (externalización de tareas a un grupo de personas a través de una convocatoria abierta), crowdfunding (microfinanciación colectiva), startup (empresa que promueve iniciativas novedosas), coworking (forma de trabajo en la que se comparten espacios de trabajo físicos o virtuales), couchsurfing (servicio de hospitalidad en línea), bookcrossing (práctica de dejar libros en lugares públicos para que los recojan otros lectores, que después harán lo mismo), etc. Lo novedoso y bueno es que comienzan a incorporarse a las transacciones comerciales términos como confianza, compartir, redistribución, uso responsable, cooperación, etc. Y en tiempos de crisis (económica y moral) esto funciona.

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